miércoles, 10 de abril de 2013

TEOLOGÍA BIBLICA III



III: PALABRA TRANSMITIDA

Traeremos primeramente el texto final de la Dei Verbum  sobre la relación que existe entre Escritura y tradición. Esperamos que al final del capítulo se comprenda mejor el alcance y el tenor de este texto capital.

Así pues la Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura están íntimamente rela­cionadas y unidas. Porque surgiendo ambas de la misma fuente divina, se funden en cierto modo y tienden a un mismo fin. Porque la Sagrada Escritura es la Palabra de Dios en cuanto se con­signa por escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo; y la Sagra­da Tradición transmite íntegramente a los sucesores de los apóstoles la palabra de Dios a ellos confiada por Cristo el Señor y por el Es­píritu Santo, para que a la luz del Espíritu de la verdad con su pre­dicación fielmente la guarden, la expongan y la difun­dan; de donde se sigue que la Igle­sia no deriva solamente su certeza acerca de todas las verdades reveladas de la Sagrada Escritura. Por eso se han de re­cibir y venerar ambas con un mismo espí­ritu de piedad” (DV 9).[1]

 A) ¿Dos fuentes o una fuente?

Durante toda la historia de la teología pretridentina hubo una clara conciencia de que Escritura y tradición se complementaban a la hora de ofrecernos la plenitud de la revelación cristiana. Esta complementariedad era una verdad pacíficamente poseída. De hecho para fundamentar todas sus tesis la teología recurría sistemáticamente a los argumentos derivados tanto de la Escritura como de la tradición, por este orden.

Es Lutero quien rompe este consenso al propone su doctrina de la “sola Scriptura”,  la Escritura como única fuente de la verdad cristiana. En ese momento la Iglesia católica sintió la necesidad de profundizar en qué tipo de relación tienen la Escritura y la tradición.

Reaccionando contra Lutero, el concilio de París de 1528 expone la doctrina que ha pasado a llamarse doctrina de las dos fuentes, o fuentes paralelas. Según esta doctrina:

-Las verdades reveladas se encuentran repartidas en dos canales distin­tos. Unas nos llegan a través de la Escritura y otras a través de la tradición (y por supuesto, la gran mayoría a través de ambas).

-Pero no todas las verdades reveladas tienen por qué estar necesariamente en la Biblia.

-Se puede probar algunas verdades por la sola tradición aunque no estén en la Escri­tu­ra.

No es esta la única manera católica de plantear  la relación mutua entre Escritura y Tradición. Otros teólogos católicos las han articulado de esta otra manera:

-La fuente única de la revelación es la tradición viva de la Iglesia, que ha quedado formulada por escrito en los libros sagrados.

-Todas las verdades reveladas se encuentran de algún modo en la Escri­tu­ra, pero la Tradición nos trasmite una comprensión más amplia e ilumi­na­da de esas verdades. Más que hablar de una subordinación de una a la otra habría que hablar de una “íntima relación, influjo recíproco y una misma fuente común: el Espíritu de Dios”.[2] Es de notar que nos referimos a “Tradición” en singular y con mayúscula, y no tanto a “tradiciones2 en plural y con minúscula. Escritura y Tradición no pueden subsistir independientemente. La Tradición actúa como un talante interpretativo global, una memoria hermenéutica que acompaña la transmisión de unos textos escritos fijados en el seno de una comunidad interpretativa que es hija de su propia historia.

En el fondo todas las comunidades, aun sin reconocerlo, son deudoras de un talante interpretativo global heredado y transmitido, y aun sin confesarlo son herederas de una “tradición” que colorea mucho su forma de interpretar la Escritura.

Para comprender la relación entre escritura y oralidad ofrecemos la siguiente comparación, los apun­tes de clase. Los alumnos reciben del profesor oralmente una comprensión viva sobre una serie de temas y además unos apuntes sobre esos mismos temas. En los apuntes están desa­rrollados todos los temas, pero el alumno que se limite a leer y estudiar los apuntes sin asistir a la ex­plicación viva del profesor, no alcanzaría la total compren­sión de la plenitud de sentido que en esos apuntes se expresa.

El alumno pregunta: “¿Qué temas van a examen?”. El profesor puede responder: “Los temas de los apuntes y además estos otro cinco temas que expliqué en clase, pero que no están en los apuntes” Esta respuesta equivale a la doctrina de las dos fuentes. Entre las verdades necesarias para la salvación hay algunas que no están en la Escritura, sino que solo se han expuesto oralmente.

Pero el profesor puede responder: “Solo los temas que están los apuntes”. En este caso dice que todo lo que va a examen está en la escritura, pero que evidentemente el alumno que no ha asistido a clase no tiene las claves para asimilar y comprender bien esos contenidos de los apuntes. La tradición oral no aumenta el número de temas, pero si los aclara y los profundiza.

En lenguaje escolástico diríamos que la distinción entre Escritura y Tradición como fuente de revelación no es una distinción material, sino formal. Es decir, no hay diferencia en la materialidad de lo que se afirma, sino en la formalidad del modo de afirmar. La materia contenida en la tradición y en la Escritura es la misma, pero se encuentra expresada de un modo formalmente diferente y complementario. En la tradición, por ejemplo, podemos tener un mayor grado de explicitación de esas mismas verdades.

De este modo se explica por qué la Iglesia nunca ha renunciado a buscar un soporte escriturístico en sus dogmas. En ningún momento de su historia la Iglesia ha recurrido a la solución fácil de decir que tal dogma se poya no en la Escritura, sino en la tradición. De hecho nunca las ha reconocido como fuentes separadas, independientes y su­ficientes.

 B) Historia del debate sobre relación Escritura-Tradición

 1. El concilio de Trento

Frente a los protestantes Trento redacta su decreto en el que revaloriza el papel de la tradición, pero no con­creta ninguna teoría sobre la manera concreta en que ambas se articulan.

El concilio de París de 1528 había suscrito la fórmula de las dos fuentes frente a la afirmación de la “sola Scriptura”. Pero el concilio de Trento no va a suscribir esta fórmula.

Frente a los que querían definir una doctrina de dos fuentes paralelas diciendo que “esta verdad se contiene partim en los libros escritos, y partim en las tradiciones no es­critas”, el Concilio rechazó la fórmula “partim/partim” y eligió otra más ambigua: et/et: “en libros escritos y en tradiciones no escritas” (Dz 783).  Esta fórmula no confiere a la Tradición un estatus  ni una dignidad de fuente de la Revelación distinta e independiente de la Biblia,  Nos habla de ambas más bien como dos elementos orgánicos inseparables.

Como dice Bovati, No se trata de una yuxtaposición, sino de una íntima relación, no es “y”, sino “en”; Escritura en la Tradición, y Tradición en la Escritura... Es una íntima relación en reciprocidad y dependencia. El libro es hijo de la Tradición, que a su vez es obediencia actualizadora de la Palabra escrita. El libro permanece vivo en una Tradición que permanece viva en la Palabra”.

 2. El planteamiento del Vaticano II

Analicemos en primer lugar el problema que se planteó el Vaticano II. El esquema previo, de tendencia conservadora y antiprotestante, se titulaba precisamente “De Fontibus revelationis” y pretendía definir la teoría de las dos fuentes.

El concilio se negó a definir esta doctrina y ha dejado la puerta abierta para otras maneras de comprender el problema.

El esquema de las dos fuentes, elaborado por la comisión preparatoria, fue rechazado por los Padres Concilia­res el 20 de Noviembre de 1962. Este día tuvo una gran trascendencia en la historia del concilio. Aunque el rechazo no alcanzó la mayoría requerida de dos tercios, el papa Juan XXIII intervino personalmente. Retiró el esquema y formó una nueva comisión para redactar un segundo borrador, incluyendo a los cardenales Ottaviani y Bea, los representantes de las dos opiniones en conflicto.

El nuevo esquema de lo que llegaría a ser la “Dei Verbum” realizó importantes cambios, sobre todo un cambio de énfasis con una orientación más ecuménica y pastoral. Dejó abierto el debate sobre cuestiones disputadas acerca del modo de articular tradición y Escritura y no quiso dar respaldo a ninguna de estas doctrinas teológicas.

La frase principal en el texto definitivo de la Dei Verbum que hemos citado al comienzo de este capítulo es: “De donde se sigue que la Iglesia no deriva solamente de la Sagrada Escritura su certeza acerca de todas las verdades reveladas”. No dice: “La Iglesia no deriva solamente de la Escritura todas sus verdades reveladas” (Esto sería la doctrina de las dos fuentes), sino que dice: “La Iglesia no deriva solamente de la Escritura su certeza acerca de todas las verdades reveladas. Al sumarse Escritura y Tradición no aumenta el número de verdades reveladas, pero sí aumenta la certeza que de ellas tiene la Iglesia.

 C) Proceso formativo de la Tradición

1. Jesús Palabra viva

En Jesús Dios nos ha comunicado la plenitud de su palabra. Ya no tiene más que decirnos. Jesús encierra la plenitud de la revelación en sus palabras, sus obras y su propia persona.

2. ¿Qué deja Jesús detrás de sí?

Jesús no dejó ningún escrito ni mandó escribir nada. Jesús nos deja una tradición viva, constituida por el recuerdo de sus palabras, sus obras y su persona.

Jesús deja una comunidad de testigos de esta revelación, organizada por unos responsables de conservar fielmente este recuerdo, de comprenderlo más plenamente y de difundirlo a través de las naciones y de los siglos.

Jesús deja el Espíritu Santo como “maestro interior” (1 Jn 2,20-27) y como guía para llevar a la Iglesia a la “verdad plena” (Jn 16,12).

 3. La generación apostólica

Expresa y formula esta revelación aprendida en Jesús. Terminada la generación de los que le conocieron y pudieron aportar recuerdos y vivencias de primera mano, ha quedado completada la revelación de su verdad. El depósito de la revelación está íntegro, y ya no podrán darse revela­ciones de nuevas verdades.

Consigna por escrito la generación apostólica, mediante un carisma especial del Espíri­tu, esa plenitud de la revelación que ha recibido y pasa simultáneamente a sus sucesores esos escritos, junto con una comprensión viva de los mismos (1 Co 15,3-5; 2 Ts 2,15).

 4. Las siguientes generaciones

Trasmiten este depósito, lo van comprendiendo cada vez más a la luz del Espíritu Santo, lo van reformulando conforme a las nuevas culturas, circunstancias y lenguajes. No añaden nuevas verdades, sino que las interpretan.

El magisterio de la Iglesia no está “sobre la palabra de Dios”, sino que la sirve, enseñando sólo lo que le ha sido confiado, en cuanto que por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo, la oye con piedad, la guarda con exactitud y la expone con fidelidad... (DV 10).

 [1] Cf. J. M. Martín-Moreno, Tu palabra me da vida, 3ª ed., Ediciones Paulinas, Madrid 1984, pp. 111-112

[2]  Cf. Bovati, op. cit., p.30.

 D) Necesidad de unos intérpretes de la Escritura

Frente a la tesis protestante de que la Escritura se interpreta a sí misma y no necesita una tradición interpretativa ni un magisterio con autoridad, veremos cómo la Escritura sola puede llevar y de hecho ha llevado a errores nefastos y profundas deformaciones de la verdad de Jesús.

Dice el Concilio Senonense: “Nunca ha habido hereje tan lamentable que no intente defender sus errores con la Sagrada Escritura. No ha habido herejía tan absurda o tan desvergonzada que no se apoye en los textos sagrados, corrompiéndolos o desviándolos de su sentido genuino” (EB 37).

En los Hechos se cuenta la historia del eunuco etíope que iba leyendo al profeta Isaías y no pudo comprenderlo hasta que un testigo con autoridad, Felipe, le abrió el sentido de la Escritura y le evangelizó a Jesús (Hch 8,28-37).

La segunda carta de Pedro nos pone en guardia contra cualquier interpretación personal o arbitraria de la Escritura: “Y así se nos hace más firme la palabra de los profetas, a la cual hacéis bien en prestar atención como a lámpara que luce en un lugar oscuro, hasta que despunte el día y se levante en vuestros corazones el lucero de la mañana. Pero ante todo tened en cuenta que ninguna profecía de la Escritura puede interpretarse por cuenta propia; porque ninguna profecía ha venido por voluntad propia, sino que hombres movidos por el Espíritu Santo han hablado de parte de Dios” (2 Pe 1,16-21).

Esta misma carta pone ya en guardia frente a posibles malas interpretaciones que se pueden hacer acerca de los escritos de san Pablo. “Os lo escribió también Pablo, nuestro querido hermano, según la sabiduría que le fue otorgada. Lo escribe también en todas sus cartas cuando habla en ellas de eso. Aunque hay en ellas cosas difíciles de entender, que los ignorantes y los débiles interpretan torcidamente -como también las demás Escrituras-, para su propia perdición” (2 Pe 3,15-16). Según esta advertencia también la Escritura puede ser causa de perdición para ignorantes (atrevidos) y para débiles (causas psicológicas tales como orgullo, prurito de originalidad, dureza de juicio, inestabilidad de carácter...)

Una actitud humilde es la que más nos ayuda a comprender el misterio de Dios inabarcable. “¡Oh abismo de la riqueza, la sabiduría y la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus designios e inescrutables sus caminos!” (Rm 11,33).

En el pasaje de las tentaciones de Jesús tenemos un ejemplo típico de esa esgrima bíblica en la que el mismo diablo hace gala de conocer bien la Escritura y de saber citarla para sus propios fines.

La palabra de Dios puede ser leída en la Iglesia, dentro de una tradición viva y constante de la comunidad, asistida e iluminada por el Espíritu Santo. Escritura y tradición no deben oponerse una a otra como dos fuentes complementarias de donde obtendríamos diversas verdades que completarían el depósito de la revelación, sino como una única fuente que alcanza diversos grados de explicitación.

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