III: PALABRA TRANSMITIDA
Traeremos
primeramente el texto final de la Dei Verbum
sobre la relación que existe entre Escritura y tradición. Esperamos que
al final del capítulo se comprenda mejor el alcance y el tenor de este texto
capital.
Así pues la Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura están
íntimamente relacionadas y unidas. Porque surgiendo ambas de la misma fuente
divina, se funden en cierto modo y tienden a un mismo fin. Porque la Sagrada
Escritura es la Palabra de Dios en cuanto se consigna por escrito bajo la
inspiración del Espíritu Santo; y la Sagrada Tradición transmite íntegramente
a los sucesores de los apóstoles la palabra de Dios a ellos confiada por Cristo
el Señor y por el Espíritu Santo, para que a la luz del Espíritu de la verdad
con su predicación fielmente la guarden, la expongan y la difundan; de donde
se sigue que la Iglesia no deriva solamente su certeza acerca de todas las
verdades reveladas de la Sagrada Escritura. Por eso se han de recibir y
venerar ambas con un mismo espíritu de piedad” (DV 9).[1]
A) ¿Dos fuentes o una
fuente?
Durante toda la historia de la teología pretridentina hubo
una clara conciencia de que Escritura y tradición se complementaban a la hora
de ofrecernos la plenitud de la revelación cristiana. Esta complementariedad
era una verdad pacíficamente poseída. De hecho para fundamentar todas sus tesis
la teología recurría sistemáticamente a los argumentos derivados tanto de la
Escritura como de la tradición, por este orden.
Es Lutero quien rompe este consenso al propone su doctrina
de la “sola Scriptura”, la Escritura
como única fuente de la verdad cristiana. En ese momento la Iglesia católica
sintió la necesidad de profundizar en qué tipo de relación tienen la Escritura
y la tradición.
Reaccionando contra Lutero, el concilio de París de 1528
expone la doctrina que ha pasado a llamarse doctrina de las dos fuentes, o
fuentes paralelas. Según esta doctrina:
-Las verdades reveladas se encuentran repartidas en dos
canales distintos. Unas nos llegan a través de la Escritura y otras a través
de la tradición (y por supuesto, la gran mayoría a través de ambas).
-Pero no todas las verdades reveladas tienen por qué estar
necesariamente en la Biblia.
-Se puede probar algunas verdades por la sola tradición
aunque no estén en la Escritura.
No es esta la única manera católica de plantear la relación mutua entre Escritura y
Tradición. Otros teólogos católicos las han articulado de esta otra manera:
-La fuente única de la revelación es la tradición viva de la
Iglesia, que ha quedado formulada por escrito en los libros sagrados.
-Todas las verdades reveladas se encuentran de algún modo en
la Escritura, pero la Tradición nos trasmite una comprensión más amplia e
iluminada de esas verdades. Más que hablar de una subordinación de una a la
otra habría que hablar de una “íntima relación, influjo recíproco y una misma
fuente común: el Espíritu de Dios”.[2] Es de notar que nos referimos a
“Tradición” en singular y con mayúscula, y no tanto a “tradiciones2 en plural y
con minúscula. Escritura y Tradición no pueden subsistir independientemente. La
Tradición actúa como un talante interpretativo global, una memoria hermenéutica
que acompaña la transmisión de unos textos escritos fijados en el seno de una
comunidad interpretativa que es hija de su propia historia.
En el fondo todas las comunidades, aun sin reconocerlo, son
deudoras de un talante interpretativo global heredado y transmitido, y aun sin
confesarlo son herederas de una “tradición” que colorea mucho su forma de
interpretar la Escritura.
Para comprender la relación entre escritura y oralidad
ofrecemos la siguiente comparación, los apuntes de clase. Los alumnos reciben
del profesor oralmente una comprensión viva sobre una serie de temas y además
unos apuntes sobre esos mismos temas. En los apuntes están desarrollados todos
los temas, pero el alumno que se limite a leer y estudiar los apuntes sin
asistir a la explicación viva del profesor, no alcanzaría la total
comprensión de la plenitud de sentido que en esos apuntes se expresa.
El alumno pregunta: “¿Qué temas van a examen?”. El profesor
puede responder: “Los temas de los apuntes y además estos otro cinco temas que
expliqué en clase, pero que no están en los apuntes” Esta respuesta equivale a
la doctrina de las dos fuentes. Entre las verdades necesarias para la salvación
hay algunas que no están en la Escritura, sino que solo se han expuesto
oralmente.
Pero el profesor puede responder: “Solo los temas que están
los apuntes”. En este caso dice que todo lo que va a examen está en la
escritura, pero que evidentemente el alumno que no ha asistido a clase no tiene
las claves para asimilar y comprender bien esos contenidos de los apuntes. La
tradición oral no aumenta el número de temas, pero si los aclara y los
profundiza.
En lenguaje escolástico diríamos que la distinción entre
Escritura y Tradición como fuente de revelación no es una distinción material,
sino formal. Es decir, no hay diferencia en la materialidad de lo que se
afirma, sino en la formalidad del modo de afirmar. La materia contenida en la
tradición y en la Escritura es la misma, pero se encuentra expresada de un modo
formalmente diferente y complementario. En la tradición, por ejemplo, podemos
tener un mayor grado de explicitación de esas mismas verdades.
De este modo se explica por qué la Iglesia nunca ha
renunciado a buscar un soporte escriturístico en sus dogmas. En ningún momento
de su historia la Iglesia ha recurrido a la solución fácil de decir que tal
dogma se poya no en la Escritura, sino en la tradición. De hecho nunca las ha
reconocido como fuentes separadas, independientes y suficientes.
B) Historia del
debate sobre relación Escritura-Tradición
1. El concilio de
Trento
Frente a los protestantes Trento redacta su decreto en el
que revaloriza el papel de la tradición, pero no concreta ninguna teoría sobre
la manera concreta en que ambas se articulan.
El concilio de París de 1528 había suscrito la fórmula de
las dos fuentes frente a la afirmación de la “sola Scriptura”. Pero el concilio
de Trento no va a suscribir esta fórmula.
Frente a los que querían definir una doctrina de dos fuentes
paralelas diciendo que “esta verdad se contiene partim en los libros escritos,
y partim en las tradiciones no escritas”, el Concilio rechazó la fórmula
“partim/partim” y eligió otra más ambigua: et/et: “en libros escritos y en
tradiciones no escritas” (Dz 783). Esta
fórmula no confiere a la Tradición un estatus
ni una dignidad de fuente de la Revelación distinta e independiente de
la Biblia, Nos habla de ambas más bien
como dos elementos orgánicos inseparables.
Como dice Bovati, No se trata de una yuxtaposición, sino de
una íntima relación, no es “y”, sino “en”; Escritura en la Tradición, y
Tradición en la Escritura... Es una íntima relación en reciprocidad y
dependencia. El libro es hijo de la Tradición, que a su vez es obediencia
actualizadora de la Palabra escrita. El libro permanece vivo en una Tradición
que permanece viva en la Palabra”.
2. El planteamiento
del Vaticano II
Analicemos en primer lugar el problema que se planteó el
Vaticano II. El esquema previo, de tendencia conservadora y antiprotestante, se
titulaba precisamente “De Fontibus revelationis” y pretendía definir la teoría
de las dos fuentes.
El concilio se negó a definir esta doctrina y ha dejado la
puerta abierta para otras maneras de comprender el problema.
El esquema de las dos fuentes, elaborado por la comisión
preparatoria, fue rechazado por los Padres Conciliares el 20 de Noviembre de
1962. Este día tuvo una gran trascendencia en la historia del concilio. Aunque
el rechazo no alcanzó la mayoría requerida de dos tercios, el papa Juan XXIII
intervino personalmente. Retiró el esquema y formó una nueva comisión para
redactar un segundo borrador, incluyendo a los cardenales Ottaviani y Bea, los
representantes de las dos opiniones en conflicto.
El nuevo esquema de lo que llegaría a ser la “Dei Verbum”
realizó importantes cambios, sobre todo un cambio de énfasis con una
orientación más ecuménica y pastoral. Dejó abierto el debate sobre cuestiones
disputadas acerca del modo de articular tradición y Escritura y no quiso dar
respaldo a ninguna de estas doctrinas teológicas.
La frase principal en el texto definitivo de la Dei Verbum
que hemos citado al comienzo de este capítulo es: “De donde se sigue que la
Iglesia no deriva solamente de la Sagrada Escritura su certeza acerca de todas
las verdades reveladas”. No dice: “La Iglesia no deriva solamente de la
Escritura todas sus verdades reveladas” (Esto sería la doctrina de las dos
fuentes), sino que dice: “La Iglesia no deriva solamente de la Escritura su
certeza acerca de todas las verdades reveladas. Al sumarse Escritura y
Tradición no aumenta el número de verdades reveladas, pero sí aumenta la
certeza que de ellas tiene la Iglesia.
C) Proceso formativo
de la Tradición
1. Jesús Palabra viva
En Jesús Dios nos ha comunicado la plenitud de su palabra.
Ya no tiene más que decirnos. Jesús encierra la plenitud de la revelación en
sus palabras, sus obras y su propia persona.
2. ¿Qué deja Jesús detrás de sí?
Jesús no dejó ningún escrito ni mandó escribir nada. Jesús
nos deja una tradición viva, constituida por el recuerdo de sus palabras, sus
obras y su persona.
Jesús deja una comunidad de testigos de esta revelación,
organizada por unos responsables de conservar fielmente este recuerdo, de
comprenderlo más plenamente y de difundirlo a través de las naciones y de los
siglos.
Jesús deja el Espíritu Santo como “maestro interior” (1 Jn
2,20-27) y como guía para llevar a la Iglesia a la “verdad plena” (Jn 16,12).
3. La generación
apostólica
Expresa y formula esta revelación aprendida en Jesús.
Terminada la generación de los que le conocieron y pudieron aportar recuerdos y
vivencias de primera mano, ha quedado completada la revelación de su verdad. El
depósito de la revelación está íntegro, y ya no podrán darse revelaciones de
nuevas verdades.
Consigna por escrito la generación apostólica, mediante un
carisma especial del Espíritu, esa plenitud de la revelación que ha recibido y
pasa simultáneamente a sus sucesores esos escritos, junto con una comprensión
viva de los mismos (1 Co 15,3-5; 2 Ts 2,15).
4. Las siguientes
generaciones
Trasmiten este depósito, lo van comprendiendo cada vez más a
la luz del Espíritu Santo, lo van reformulando conforme a las nuevas culturas,
circunstancias y lenguajes. No añaden nuevas verdades, sino que las
interpretan.
El magisterio de la Iglesia no está “sobre la palabra de
Dios”, sino que la sirve, enseñando sólo lo que le ha sido confiado, en cuanto
que por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo, la oye con
piedad, la guarda con exactitud y la expone con fidelidad... (DV 10).
[1] Cf. J. M.
Martín-Moreno, Tu palabra me da vida, 3ª ed., Ediciones Paulinas, Madrid 1984,
pp. 111-112
[2] Cf. Bovati, op.
cit., p.30.
D) Necesidad de unos
intérpretes de la Escritura
Frente a la tesis protestante de que la Escritura se
interpreta a sí misma y no necesita una tradición interpretativa ni un
magisterio con autoridad, veremos cómo la Escritura sola puede llevar y de
hecho ha llevado a errores nefastos y profundas deformaciones de la verdad de
Jesús.
Dice el Concilio Senonense: “Nunca ha habido hereje tan
lamentable que no intente defender sus errores con la Sagrada Escritura. No ha
habido herejía tan absurda o tan desvergonzada que no se apoye en los textos
sagrados, corrompiéndolos o desviándolos de su sentido genuino” (EB 37).
En los Hechos se cuenta la historia del eunuco etíope que
iba leyendo al profeta Isaías y no pudo comprenderlo hasta que un testigo con
autoridad, Felipe, le abrió el sentido de la Escritura y le evangelizó a Jesús
(Hch 8,28-37).
La segunda carta de Pedro nos pone en guardia contra
cualquier interpretación personal o arbitraria de la Escritura: “Y así se nos
hace más firme la palabra de los profetas, a la cual hacéis bien en prestar
atención como a lámpara que luce en un lugar oscuro, hasta que despunte el día
y se levante en vuestros corazones el lucero de la mañana. Pero ante todo tened
en cuenta que ninguna profecía de la Escritura puede interpretarse por cuenta
propia; porque ninguna profecía ha venido por voluntad propia, sino que hombres
movidos por el Espíritu Santo han hablado de parte de Dios” (2 Pe 1,16-21).
Esta misma carta pone ya en guardia frente a posibles malas
interpretaciones que se pueden hacer acerca de los escritos de san Pablo. “Os
lo escribió también Pablo, nuestro querido hermano, según la sabiduría que le
fue otorgada. Lo escribe también en todas sus cartas cuando habla en ellas de
eso. Aunque hay en ellas cosas difíciles de entender, que los ignorantes y los
débiles interpretan torcidamente -como también las demás Escrituras-, para su
propia perdición” (2 Pe 3,15-16). Según esta advertencia también la Escritura
puede ser causa de perdición para ignorantes (atrevidos) y para débiles (causas
psicológicas tales como orgullo, prurito de originalidad, dureza de juicio,
inestabilidad de carácter...)
Una actitud humilde es la que más nos ayuda a comprender el
misterio de Dios inabarcable. “¡Oh abismo de la riqueza, la sabiduría y la
ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus designios e inescrutables sus
caminos!” (Rm 11,33).
En el pasaje de las tentaciones de Jesús tenemos un ejemplo
típico de esa esgrima bíblica en la que el mismo diablo hace gala de conocer
bien la Escritura y de saber citarla para sus propios fines.
La palabra de Dios puede ser leída en la Iglesia, dentro de
una tradición viva y constante de la comunidad, asistida e iluminada por el
Espíritu Santo. Escritura y tradición no deben oponerse una a otra como dos
fuentes complementarias de donde obtendríamos diversas verdades que
completarían el depósito de la revelación, sino como una única fuente que
alcanza diversos grados de explicitación.
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