miércoles, 10 de abril de 2013

TEOLOGÍA BIBLICA IV



IV: PALABRA NORMATIVA

 A) Generalidades sobre el canon

1. El concepto de canon

La Escritura misma es un canon en sentido activo, en cuanto nos ofrece una regla de fe y una regla de vida. El estatus canónico comporta ante todo la noción de “normatividad”. Escritos canonizados son aquellos que son normativos para la Iglesia de todos los tiempos. Cualquier creencia, cualquier tradición, cualquier práctica tendrá que confrontarse con la Escritura para poder ser validada dentro de la comunidad creyente.

La Escritura es también canonizada en sentido pasivo, en cuanto es regulada por una lista que determina cuáles son los libros que están inspirados. Este canon regula las Escrituras “canónicas”.

Un canon no se forma de golpe ni por vía de autoridad. Cuando el concilio de Trento define el canon católico no lo constituye, sino que lo reconoce. Ya estaba constituido antes de cualquier declaración del magisterio. En el caso del judaísmo, por ejemplo, no ha habido nunca ningún acto oficial de reconocimiento, y sin embargo existe un canon.

La canonización es el proceso mediante el cual una práctica comunitaria se va haciendo progresivamente tradicional hasta afirmarse como intangible. El canon se constituye poco a poco. En el Antiguo Testamento se canonizó primero la Torah, luego los profetas y solo al final los Escritos.

En cuanto al Nuevo Testamento, podemos verlo ya en vías de constitución con Ireneo a finales del siglo II, y luego con Orígenes. Pero en lo que respecta a la Iglesia latina no está todavía fijado del todo hasta el siglo V. Durante el proceso de cons­titución podemos hablar de una lista de libros abierta. Solo más tarde llega el momento en que esta lista se cierra.

Desde los comienzos de la historia de todas las religiones surge ya la conciencia de una literatura sagrada normativa. La raíz de esta conciencia es la actitud de sumisión a la palabra oral o escrita. Esta conciencia de literatura normativa se agudiza en épocas de peligro para la persistencia de la comunidad portadora del libro, ante el peligro de corrupción del texto, u olvido de las tradiciones más antiguas (Kümmel).

La conciencia de normatividad de la Escritura reconoce que en esos libros se expresa adecuadamente la tradición acerca del fundador. Esta adecuación es criterio fun­damental que preside la selección de determinados libros.

Como hemos señalado, el canon no se forma de un golpe en un momento de la historia. Es un cajón abierto capaz de recibir nuevos libros. Por eso se distingue entre escritos protocanónicos (los libros que han entrado en el canon más tempranamente) y deuterocanónicos (los que han entrado en canon después). Los primeros normalmente han conseguido una aprobación más absoluta y generalizada, mientras que en el caso de los segundos es frecuente que se hayan producido dudas acerca de su canonicidad.

 2. ¿Ha habido escritos inspirados que no se hayan incluido en el canon?

Todos los libros canónicos son obviamente  libros inspirados. La Iglesia no ha podido equivocarse al aceptar como palabra normativa de Dios un libro escrito solo por industria humana, sin la acción específica del Espíritu Santo que denominamos “carisma de inspiración”.

Pero cabe hacerse la pregunta contraria: ¿Puede darse el caso libros inspirados que hayan quedado fuera del canon? ¿Qué pensar de las cartas perdidas de San Pablo? En la carta a los Colosenses Pablo invita a los destinatarios a que lean la carta escrita por él a los fieles de Laodicea (Col 4,16).[1]  La primera carta a los corintios alude a una carta previa que Pablo les había escrito (1 Co 5,9).[2] Al haber sido escritas por un apóstol muchos afirman que estas cartas deben considerarse inspiradas por Dios lo mismo que las otras cartas canónicas. Pero ¿hay que suponer que cualquier escrito de un apóstol tiene que estar necesariamente inspirado?

Al hablar de la inspiración, la relacionábamos con los escritos fundamentales que han sido dados por Dios a la Iglesia de todos los tiempos y pertenecen a la etapa de cimentación de la Iglesia. Ahora bien, como dice Rahner (cf. p. 140), Dios quiere estos escritos con una voluntad infrustrable, y por tanto es contradictorio pensar que Dios haya destinado una carta a la Iglesia de todos los tiempos y luego haya permitido que esa carta se pierda y no cumpla su objetivo primordial.  Habrá, pues, que decir, que la carta a los de Laodicea fue una carta privada a los fieles de esta ciudad, desprovista de un valor universal y permanente.

Por eso más bien afirmamos que no hay que admitir otros escritos inspirados fuera del canon. Si por un azar de la historia esa carta a los de Laodicea apareciera y se pudiese demostrar con certeza su autenticidad (cosa menos que imposible), ciertamente la Iglesia no abriría de nuevo su canon para recibirla dentro de él.

Sin embargo, aunque todos los libros inspirados sean canónicos, y todos los canónicos sean inspirados, a nivel teórico cabe distinguir entre el concepto de inspiración y el de canonicidad, porque aluden a consideraciones claramente distintas y a momentos distintos. Los libros llegan a ser canónicos por el hecho de haber sido inspirados, no son inspirados por el hecho de haber sido declarados canónicos.

[1] Prescindimos aquí del hecho de que se trate de una carta deuteropaulina.

[2] Algunos suponen que esta primerísima carta no canónica no ha desaparecido, sino que se encuentra refundida en la segunda carta canónica.

 B) Historia del Canon del Antiguo Testamento

Para todo este tema ver aquí una página Web de mercaba.org con algunos datos adicionales.

1. En el Judaísmo

* Desde el principio hay continuas referencias a libros atribuidos a Moisés, a Josué (Jos 24,25), a Samuel que “escribió el derecho real en un libro que depositó ante YHWH” (1 Sm 10,25). Se nos dice también que el rey Exequias hizo coleccionar en un rollo los proverbios de Salomón” (Prov 25,1).

* Reconocemos la formación progresiva de un canon abierto en el que se iban integrando los libros que Israel iba reconociendo como inspirados.

Primeramente la Ley de Moisés, consignada desde el principio y aumentada posterior­mente, y reconocida ya como texto sagrado en tiempo de Josías (s. VII a.C.) y comple­tada en tiempo de Esdras (s. V).

Poco después de la canonización de los cinco libros de la Ley tuvo lugar la canonización de los ocho libros de los profetas anteriores y posteriores.

Finalmente adquirieron este estatus canónico otros escritos históricos o sapienciales.

* En el siglo II a.C. ya los judíos reconocen una lista de libros inspirados dividida en tres secciones: Torah (ley), Profetas y Escritos, como consta en el Sirácida, que emplea ya esta fórmula tripartita (Si 1,1), y cita la mayor parte de los escritos bíblicos del AT (excepto Ct, Dn, Est., Tb, Ba y Sa).

* En tiempos de Cristo existían opiniones divergentes entre los judíos sobre los libros que debían ser considerados canónicos. No debemos olvidar que en aquella época los libros tenían aún la forma de rollo, y se copiaban por separado. No existía aún la “Biblia”, es decir un solo libro encuadernado que contuviera a la vez todos los textos considerados canónicos. Los “biblia” (plural neutro en griego) no eran un libro, sino una biblioteca de rollos separados. En los estantes de esa biblioteca se archivaban simultáneamente libros considerados canónicos junto con otros que claramente no lo eran, y con otros cuya canonicidad no era del todo clara.

Es sólo con la llegada del códice, que puede contener muchos libros simultáneamente, cuando se hace más urgente un criterio para escoger qué libros hay que encuadernar y cuáles hay que dejar fuera del volumen. Los códices más antiguos que contienen toda la Biblia encuadernada junta son, como ya hemos visto, del siglo IV después de Cristo.

En la época de Jesús no había total unanimidad en el pueblo judío respecto al tercer grupo de escritos canónicos, los ‘Ketubim’ o ‘Escritos’. En Palestina había un canon samaritano que sólo admitía los cinco libros de la Ley. El canon fariseo admitía los 22 (24)[1] libros que hoy reconocemos como protocanónicos, pero subsistían dudas respecto al Cantar, Sirácida, Proverbios Ezequiel y Ester. Hacia el año 100 el libro IV de Esdras dice que Esdras, inspirado, escribió 94 libros durante 40 días, y recibió de Dios la orden de publicar 24 y guardar 70 escondidos para uso exclusivo de los sabios.

Algunos opinan que el canon de Qumrán era más amplio que el fariseo y reconocía algunos escritos deuterocanónicos. Efectivamente, en Qumrán encontramos fragmentos de todos los libros protocanónicos, excepto el de Ester. Además hay fragmentos de algunos deuterocanónicos como Ba, Tb y Si. De los apócrifos, encontramos copias de Jubileos, Henoc y el Testamento de los 12 patriarcas. Pero el hecho de que estos libros se encontrasen en la biblioteca de Qumrán no es prueba inequívoca de que todos ellos fueran considerados canónicos por los qumranitas.

Fuera de Palestina existía la versión de los LXX que incluía todos los libros deuterocanónicos y algunos más. Los libros bíblicos no fueron traducidos al griego todos simultáneamente. La información de Filón sobre la traducción milagrosa de la Biblia por los 70 sabios en la isla frente a Alejandría es legendaria. Los LXX se van formando a lo largo de tres siglos con traducciones y composiciones griegas originales. Sólo poseemos códices cristianos de los LXX que no se remontan más allá del siglo III d.C., después de la ruptura con el judaísmo. Además, estos mismos códices cristianos fluctúan en la lista de libros admitidos. El códice Vaticano no contiene ninguno de los libros de los Macabeos. El Sinaítico tiene el 1 y el 4. El Alejandrino tiene los 4.

Los estudios de Sandberg mostraron que los judíos alejandrinos no tenían un canon propio de ellos. Estrictamente no se puede hablar de un canon alejandrino con límites fijos. Los judíos de Alejandría recibieron sin más el canon elaborado en Palestina. Por ello hoy día hay quien piensa que los judíos alejandrinos no tenían un canon propio distinto del de Palestina, aunque este tema está abierto todavía.[2]

* A finales del siglo I el carácter canónico de todos o casi todos los libros de la Biblia hebrea parece ya establecido. Después de Cristo, en el concilio de Jamnia (Jamnia en griego, Yavne en hebreo) los rabinos de tendencia farisea impusieron su tesis, que será ya la única admitida en adelante por el pueblo hebreo, reconociendo los 22 (24) libros protocanónicos y rechazando todos los demás.

Pero tampoco debemos pensar que esta canonización autoritativa se hiciera de una sola vez y en un solo decreto, como sucedió en la Iglesia en el concilio de Trento. Del período de Jamnia (Yavne) nos queda el testimonio de que en aquella ocasión establecieron los rabinos que Qohelet y Cantar “manchaban las manos”, es decir, tenían un carácter sagrado. Respecto a otros libros controvertidos no tenemos constancia de en qué fecha exactamente fueron considerados ya canónicos.

En cualquier caso no podemos concebir Jamnia como un concilio al estilo del Vaticano I o el Vaticano II. Jamnia designa una época de varias décadas de duración.  En este tiempo el sanedrín judío residía en esta localidad, desde la presidencia de Yohanan ben Zakkai en los años 70 pasando por la de Gamaliel II en los años 80. En conjunto esta época abarca desde el final de la primera guerra judía en el año 70 hasta la segunda guerra de Bar Kokhba en el 135.

Nos consta que al final del segundo templo Qohelet fue objeto de discusión entre la escuela de Hillel (favorable) y la de Shammai (contraria) También sabemos por el Talmud de Babilonia que el libro de Ezequiel fue discutido por algunos rabinos del s. I, y que fue aceptado gracias a la intervención de Ananías ben Ezequías que resolvió las oposiciones entre el texto y la Torah (Ez 46,6-7.11 y Nm 28). El libro del Sirácida, muy apreciado por algunos rabinos, no logró superar el interdicto de Aquiba. En el Talmud aparece ya una lista de libros sagrados definitivos.[3]

A pesar de estas discusiones entre algunos grupos judíos, parece ser que el canon judío estaba ya básicamente aceptado antes de Jamnia, en la época del segundo Templo. Con todo, el Talmud de Babilonia se hace eco de que todavía en el siglo IV se discutía sobre la canonicidad de Ester, pero nos da la lista ya definitiva de los 24 libros.[4]

[1] Flavio Josefo escribiendo en el año 98 d. C. dice que los judíos tenían 22 libros considerados como divinos (Contra Apión 1,7-8). En realidad son 24 libros, pero si se refunde Rut con Jueces y Lamentaciones con Jeremías, quedan 22, el mismo número de letras del alfabeto hebreo.

[2] Cf. J. Trebolle, La Biblia judía y la Biblia cristiana. Trotta, Madrid 1993, p. 242.

[3] b.Baba Bartra 14b-15ª.

[4] b.Sanhedrin 100a

NOTA: Llamamos libros deuterocanónicos a aquellos libros de la Biblia griega de los LXX que no han sido admitidos en la Biblia hebrea. Son siete libros: Tobías, Judit, 1 y 2 Macabeos, Sabiduría, Eclesiástico (o Sirácida) y Baruc. Además hay fragmentos deuterocanónicos en las traducciones griegas de Daniel y Ester.

De estos libros, al menos dos fueron escritos directamente en griego (Sabiduría y 2 Macabeos) y los otros, aunque tuvieron un original hebreo, se nos han conservado sólo en griego durante los últimos siglos. Actualmente han aparecido algunos de los originales hebreos de estos libros deuterocanónicos en la geniza de El Cairo y en Masada.

La nomenclatura en griego, desde la época de Eusebio, habla de libros homologúmenoi (universalmente reconocidos) y antilegomenoi o anfibalómenoi (discutidos). Estos nombres vienen a coincidir con lo que hoy día llamamos los católicos libros protocanónicos y deuterocanónicos. Esta última nomenclatura es de Sixto de Siena (s. XVI).

 2. El canon judío en el Nuevo Testamento

El Nuevo Testamento en sus citas explícitas sólo hace referencia a libros protocanónicos, aunque no a todos. (No hay citas explícitas de Rut, Esdras, Ester, Qohelet, Cantar, Abdías y Nehemías). En cambio hay alguna cita de libros apócrifos como el libro de Enoc (Jds 14-15), y alusiones a Salmos de Salomón, 2 Esdras o 4 Macabeos. Aunque no se citen explícitamente los deuterocanónicos, hay abundantes alusiones a ellos, lo cual demuestra que eran bien conocidos de los autores neotestamentarios.

Si 5,11   aparece en Sant 1,19
Si 28,2               «        Mt 6,14
Sa 2,18-20         «        Mt 27,43
Sa 3,8                «        1 Co 6,2
Sa 7,26              «        Hb 1,13
Sa 12,12            «        Rm 9,20
Sa 13,19            «        Rm 1,19-20
2 M 6,18-7,42   «        Hb 11,35
 Un argumento muy a tener en cuenta es que los autores del NT usaban no la Biblia hebrea, sino la traducción griega de los LXX, en la cual estaban incluidos los deuterocanónicos mezclados con los demás. Esto nos lleva a pensar que la Iglesia apostólica hizo uso simultáneo de unos y otros libros mezclados en la Biblia griega.

El uso de la Biblia griega por parte de los autores del NT viene avalado por el hecho de que en los casos en que el original hebreo y la traducción de los LXX tienen distintos tenores, normalmente el AT sigue con fidelidad las variantes de la versión griega. De unas 350 citas del AT, más de 300 siguen la versión de los LXX. Por ejemplo:

Is 7,14 en Mt 1,23.
Sal 16,8-11 en Hch 2,25-31.
Am 9,11-12 en Hch 15,16-17.
Gn 12,3 en Hch 3,25 y Ga 3,9.
A la hora de justificar la asunción de la Iglesia del canon amplio se suele dar el siguiente argumento. En el tiempo del Nuevo Testamento el canon judío de los “Escritos” estaba todavía abierto. Las decisiones restrictivas que se impusieron en Jamnia no vinculan a la Iglesia, porque ya para entonces estaba escindida de la sinagoga y por tanto gozaba ya del Espíritu Santo para discernir los libros inspirados de canonicidad dudosa.

Pero si, como algunos insinúan, el canon judío ya estaba cerrado en tiempos de Cristo, ¿cómo justificar el que la Iglesia no se haya limitado a recibir el canon que el propio pueblo judío había ya fijado? La razón última es que la Iglesia desde la nueva sensibilidad despertada por Cristo, alcanzó a empatizar más con ciertos libros judíos del entorno del canon, y descubrió en ellos una belleza y una inspiración concordes con el evangelio.

 3. El canon judío en la Iglesia primitiva

En los Padres Apostólicos hay frecuentes citas implícitas de los libros deuterocanónicos: (1 Clem 3,4 alude a Judit; 27,5 alude al libro de la Sabiduría; Policarpo cita a Tobías...) En las catacumbas son frecuentes las pinturas con temas sacados de los deuterocanónicos, Tobías, Susana, los tres jóvenes…

La utilización de los LXX por parte de los cristianos fue una de las causas de que los judíos helenísticos fueran rechazando poco a poco esa traducción para valerse de otras, como la de Áquila y Teodoción. Los Padres apologistas son conscientes de que han heredado las Escrituras sagradas de los judíos pero de que no hay una exacta coincidencia entre ambos cuerpos escriturísticos. Pero en sus polémicas con los judíos algunos Padres prefieren hacer uso sólo de los libros admitidos por los judíos, como es el caso de Justino en sus disputas con Trifón,[1] Melitón de Sardes,[2] el concilio de Laodicea (360)…

En la época patrística contribuyó a proyectar una cierta duda sobre los deuterocanónicos el hecho de que para entonces los judíos ya hubieran fijado un canon estable que los excluía. La proliferación de apócrifos llevó a exigir criterios más estrictos. La falta de una decisión eclesiástica clara al respecto contribuyó a las dudas que se presentaron en los siglos III y IV. También influyó la autoridad de algunos Padres que no reconocieron dichos libros, sobre todo Orígenes en el Oriente  que influyó en algunos importantes Padres orientales como S. Atanasio, S. Cirilo de Jerusalén, y S. Gregorio Nacianzeno.

En Occidente se mantuvo más firme la aceptación de los libros deuterocanónicos. Pero san Jerónimo al final de su vida llegó a rechazarlos, a medida que fue desvalorizando la traducción griega de los LXX para revalorizar la Biblia hebrea como única inspirada. Es lo que se ha dado en llamar la “hebraica veritas”. Según él los otros libros pueden usarse para edificar al pueblo, pero no para confirmar el dogma (PL 28,1243ª). Para complacer a algunos amigos se avino a traducir Tb y Jdt y los fragmentos deuterocanónicos de Est y Dn, pero se negó a traducir los otros libros que no estaban en el canon hebreo. Otros padres occidentales que mostraron reservas sobre los libros deuterocanónicos fueron S. Hilario de Poitiers y Rufino.

La actitud de Jerónimo escandalizó a Agustín que se convirtió en el campeón del canon largo y fue causa activa de que el concilio de Cartago (397) admitiera los deuterocanónicos. La carta de Inocencio I (405) igualmente contiene ya el canon actual del AT.
Los principales códigos del siglo IV contienen los libros deuterocanónicos en sus lugares respectivos, y no como mero apéndice. En el siglo VI queda restablecida la práctica unanimidad tanto en Oriente como en Occidente.

[1] PG 6, 641-646.

[2] cf. Eusebio, Hist. Ecl. IV, PG 20,396.


4. Hasta nuestros días

Durante toda la Edad Media hubo prácticamente unanimidad en la Iglesia en admitir el canon completo del AT, aunque no faltasen algunos autores que planteasen sus dudas. La polémica entre Agustín y Jerónimo no desparece totalmente. Este canon amplio fue confirmado por el Concilio Florentino (1441), aunque esta confirmación no tiene todavía carácter dogmático.

La Reforma protestante volvió a abrir la disputa, ya que los reformadores rechazaron los libros deuterocanónicos apodándolos apócrifos. Lutero los coloca en un apéndice en su traducción de la Biblia al alemán. Por la parte católica otros teólogos, como el famoso cardenal Cayetano tenían sus dudas también.

El Concilio de Trento definió el canon de las Escrituras incluyendo los 7 libros deuterocanónicos y los restantes fragmentos en 1546. Como secuela de los decretos de Trento se vio la necesidad en la Iglesia de tener una edición de la Vulgata que fuese normativa, y así surgió la edición sixto-clementina. Esta misma definición ha sido recogida posteriormente por el Vaticano I y el Vaticano II, que publica también una edición típica de la Vulgata.

No se deben contraponer excesivamente ambos cánones, el hebreo y el cristiano. “La Biblia hebrea y el AT de la Iglesia primitiva pueden considerarse dos círculos concéntricos, es decir, como dos colecciones que tienen el mismo núcleo, de los cuales uno incluye al otro y no se diferencia de él más que en el hecho de que el más amplio se ha desarrollado más en la misma línea en que el más corto había iniciado su desarrollo” (D. Barthélemy).


C) Historia del Canon del Nuevo Testamento

Dentro de los escritos del NT también podemos distinguir unos protocanónicos, de cuya normatividad nunca ha habido duda en la Iglesia, y otros deuterocanónicos, que se han abierto camino hacia el canon más trabajosamente. Los deuterocanónicos del NT son también 7: Hebreos, Santiago, Segunda de Pedro, Judas, 2 y 3 de Juan y Apocalipsis

Desde el principio los cristianos empezaron a venerar los escritos de los apóstoles y de sus colaboradores. Las cartas de éstos empiezan a copiarse y a leerse en diversas comunidades. Pablo manda a los Colosenses que lean la carta escrita a los de Laodicea (Col 4,16). Sabemos que los evangelios fueron escritos cada uno para una comunidad particular, que lo consideraba en principio “su” evangelio, desinteresándose por los otros. Simultáneamente existían otros evangelios apócrifos del siglo II (Tomás, Pedro, evangelio de los Hebreos), con lo cual se haría necesario un proceso de selección y aceptación generalizada.

En 1 Tm 5,8 se citan ya las palabras de Jesús como escritura sagrada, cosa que hace también el evangelio de Juan en el relato de la Pasión (Jn 18, 9.32). La Segunda de Pedro atribuye a los escritos de Pablo la misma autoridad de los escritos del AT, llamándolos “Escritura”. Esto nos hace ver cómo junto con la composición de nuevos libros empieza a desarrollarse ya una conciencia de normatividad, una conciencia de canon.

Los escritos de los Padres Apostólicos de los siglos I y II citan los evangelios y las cartas de San Pablo continuamente, aunque no queda claro si los citan como “Escritura”, fuera de algunos casos como la cita de Mt 7,6 en Didajé 9,5. Justino cita Mt 17,13 con la fórmula “Está escrito” (Dial 49,5). Y Mt 11,27 con la fórmula: “Está escrito en el evangelio”. Por supuesto no hay ningún autor eclesiástico que cite todos los 27 libros. En el caso de Filemón o de 2 y 3 Juan, se trata de escritos tan breves, que es normal que no sean nunca citados.

Cuando surgen escritos apócrifos hay la necesidad de fijar una lista de escritos inspirados que excluyan a los libros heréticos que se presentan falsamente como escritos por los apóstoles.

La segunda mitad del siglo II es decisiva en la conciencia de la necesidad de fijar un canon. La tradición oral empieza a ser sospechosa e incontrolable con lo cual se hace necesario tener un cuerpo doctrinal y normativo. El canon más antiguo que poseemos es posiblemente de finales del siglo II. Se trata del canon de Muratori, donde se contiene la lista actual de libros del NT, aunque no se nombra a Hebreos, Santiago ni Segunda Pedro. (Esta lista fue encontrada en 1740 por Antonio Muratori en la biblioteca ambrosiana de Milán. Muchos piensan que fue redactada en Roma. Contiene unas 85 líneas, y es una traducción latina de un original griego. Actualmente se ha puesto en duda la fechación tradicional del canon de Muratori y hay quienes afirman que pertenece al siglo IV (A.C. Sundberg, “Canon Muratori: A Fourth Century List”, HTR 66 (1973)1-40. No todos han estado de acuerdo con esta tesis de Sundberg . Cf. B.M. Metzger, The Canon of the New Testament: Its Origins, Development and Significance, Oxford 1987, p. 193).

En el siglo III es cuando más dudas hay respecto a estos escritos. Parte de estas dudas están motivadas por el temor de aceptar textos que de una u otra manera pudiesen favorecer a algunas de las herejías en boga en aquella época. En Occidente se duda sobre todo de Sant, 2 Pe y Hebreos, debido al hecho de que Tertuliano y los montanistas habían utilizado la carta para negarse a perdonar el pecado de apostasía (Hb 6,4-6.10,26; 2 P 2,20-22). En Oriente se duda de Sant, 2 Pe, 2-3 Jn y Jds. En Occidente se logrará la unanimidad a finales del siglo IV y en Oriente durante el siglo VI.

Hasta nuestros días la Iglesia nestoriana es la única que no reconoce todos los libros deuterocanónicos del NT. Por el contrario la Iglesia de Etiopía tiene un canon más largo que comprende 33 libros.

Con respecto a las decisiones oficiales, el canon del NT está recogido en los mismos decretos conciliares que ya citamos al hablar del canon del AT. El concilio de Laodicea hacia 360 da una lista de 26 libros (sólo falta el Apocalipsis). Los concilios africanos reconocen ya los 27 libros.

Aunque los reformadores dudaron al principio sobre los libros deuterocanónicos del NT, luego acabaron aceptándolos todos. Por eso actualmente en el NT no hay diferen­cia en las Biblias católicas y en las protestantes. Todas contienen los mismos 27 libros. Sin embargo algunos teólogos protestantes no consideran igual la normatividad de todos los libros, y pretenden establecer un canon dentro del canon, para dar la prioridad a unos textos sobre otros. La carta a los Romanos sería para muchos la norma interpretativa absoluta para el resto de los textos. De ese modo relativizan aquellos escritos canónicos que, según ellos, adolecen ya de “protocatolicismo”, como pueden ser las cartas pastorales o el evangelio de san Lucas. Pero en el fondo esta actitud selectiva es ya en sí misma una opción que difícilmente puede apoyarse en la “sola Scriptura”. ¿En virtud de qué texto bíblico se puede argumentar que la carta de san Pablo a los Romanos es preferible al evangelio de san Lucas que contiene las palabras de Jesús mismo?

 

D) Criterios de canonicidad

¿Cómo saber cuáles son los libros inspirados y cómo distinguirlos de los que no lo son? Se han sugerido diversos tipos de criterios:

1. Externos:

El principal sería su apostolicidad, es decir, su adscripción a los apóstoles y sus discípulos, la temprana universalidad de su lectura en toda la Iglesia, su uso en la liturgia, la ortodoxia o armonía del libro con el resto de los escritos sagrados y el conjunto de la fe revelada. Lutero ponía como criterio la intensidad con que se predica a Cristo mediador y la justificación por la fe. Ninguno de estos criterios puede tener un carácter absoluto, ya que ni todos los libros del canon son más antiguos que otros escritos no canónicos, ni todos son adscribibles a un apóstol, ni todos han sido recibidos unánimemente desde el principio. Por eso hay que acudir también a criterios internos.

3. Internos:

Son las cualidades internas de la propia Escritura que testimonian su origen divino. Son los criterios preferidos por los protestantes que no pueden acudir a la tradición de la Iglesia o a ningún tipo de autoridad. Calvino hablaba del “testimonio secreto” del Espíritu, o los efectos religiosos del libro: gozo espiritual, conmoción profunda… Es obvio que estos criterios tampoco son suficientes por sí mismos, porque son muy subjetivos. Ni todos los textos inspirados causan siempre conmoción profunda, ni sólo los textos inspirados la causan. En cualquier caso, este testimonio interior que el Espíritu Santo da sobre el carácter inspirado de un libro es válido en cuanto testimonio dado al conjunto de la Iglesia, y no a cada fiel en particular.

Muchos protestantes piensan que aceptar la autoridad de la Iglesia para definir la Escritura podría llevar a pensar que la Escritura está sometida a la Iglesia, y no viceversa. Es cierto que la Iglesia no está por encima de la Escritura (DV 11). Por eso la Iglesia no canoniza la Escritura, sino que es la Escritura la que se le impone a la Iglesia, constituyéndose como canon y norma de ella.

El criterio de canonicidad, según Barth, sería este autotestimonio o autopistía, mediante el cual la Escritura se le impone a la Iglesia. Pero para Barth este autotestimonio es dado a cada creyente sin necesidad de someterse a la autoridad exterior de la Iglesia. La Iglesia no tendría autoridad para autorizar la Escritura, aunque sí puede ayudar al creyente extrínsecamente, guiándole hacia aquellos libros en los cuales el creyente encontrará por sí mismo la autopistía.

Lods habla de una intuición religiosa concedida a la Iglesia del siglo II para discernir qué escritos eran portadores de inspiración y normatividad como expresión de la fe apostólica. Cullmann acepta la autopistía como criterio por el que la Escritura se reveló como tal a la Iglesia postapostólica del siglo II. Fue entonces cuando ella, obedeciendo a la autopistía de la Escritura, tomó una decisión de carácter normativo y obligatorio para la Iglesia de todos los tiempos.

En cambio los católicos no tienen dificultad en aceptar que el criterio último para acoger la lista de los libros inspirados es el testimonio de la tradición. El concilio Vaticano II lo afirma bien explícitamente cuando dice: “Es la misma Tradición la que da a conocer a la Iglesia todo el Canon de los Libros Sagrados” (DV 8). Pero no reseña cuáles fueron los argumentos o criterios que proporcionó la Tradición a la Iglesia para tener la certeza sobre el Canon.

La obra católica más elaborada que trata de sistematizar estos criterios es la de K. H. Ohlig. Distintos teólogos católicos tratan de articular el modo como la Iglesia toma conciencia de esta tradición, ya que no está explicitada en ningún documento de la época apostólica, ni existe unanimidad en las primeras etapas de la tradición.

Grelot habla de la presencia en la Iglesia de carismas funcionales del Espíritu que le posibilitan reconocer en el seno de su tradición aquellos escritos que le ponen en contacto con la tradición apostólica, y conservar dichos escritos. Más que de una nueva revelación, el discernimiento del canon lo hace la Iglesia reconociendo como normativos una serie de libros heredados de la generación apostólica.

Según Rahner hay que distinguir entre la revelación del carácter inspirado de determinados libros y su reconocimiento reflejo y explícito. No se puede probar que los apóstoles transmitieran una revelación expresa sobre cuáles eran los libros inspirados, y resulta inverosímil que se diera dicha proclamación. Pero la revelación, como toda revelación, tuvo que haberse hecho en tiempos de la Iglesia apostólica, cuando todavía estaba abierta.

Ahora bien, supuesto que esta revelación no se hizo expresamente, podemos pensar que se comunicó “simplemente a través de hecho de que el escrito en cuestión fue producido como un ingrediente genuino de la realización de la Iglesia Apostólica en cuanto tal. “Este hecho inmediatamente presente pudo venir a ser comprendido reflejamente y recibir expresión en los tiempos postapostólicos sin necesidad de una nueva revelación”. “La Iglesia, llena del Espíritu Santo, reconoce por connaturalidad que un escrito está conforme con su naturaleza”. El reconocimiento reflejo y formulado necesita tiempo y tiene una historia y una evolución, lo cual daría razón de la historia del canon con sus vacilaciones y vicisitudes.


E) El canon como contexto global de los escritos bíblicos

 Como ya indicaremos más adelante, un criterio fundamental para interpretar cualquier texto de la Escritura es el contexto global del canon completo. Habrá que rechazar cualquier interpretación de un texto individual que no haga justicia o que no sea armonizable con otros textos que han sido también acogidos por la Iglesia dentro del mismo canon. Es importante no solo el conjunto de libros incluidos, sino también su posición dentro de los libros sagrados. Una vez que aceptamos que Dios se ha ido revelando progresivamente a lo largo de la historia, habrá siempre que dar un plus de autoridad a los escritos del final con relación a los escritos del principio, al Nuevo sobre el Antiguo Testamento.

Al encontrar textos diversos y en ocasiones difícilmente concordables, habrá que explicar en la exégesis el proceso seguido mediante el cual de una primera afirmación se ha ido avanzando hacia otra cada vez más precisa. De ese modo los textos de la Biblia en Job o en los Salmos donde parece negarse la existencia de la vida después de la muerte habrá que interpretarlos a la luz de otros textos del Nuevo Testamento, mostrando como Dios ha ido revelando progresivamente esa plenitud de vida a la que somos destinados desde el principio. Cada texto tiene su lugar en este proceso, pero obviamente hay que atender a la importancia relativa de estos textos dentro del proceso global. La Iglesia ha mantenido a Job en su canon solo a condición que sus afirmaciones sean interpretadas no como verdades finales, sino como pasos en el camino de la revelación.

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