IV: PALABRA NORMATIVA
A) Generalidades
sobre el canon
1. El concepto de canon
La Escritura misma es un canon en sentido activo, en cuanto
nos ofrece una regla de fe y una regla de vida. El estatus canónico comporta
ante todo la noción de “normatividad”. Escritos canonizados son aquellos que
son normativos para la Iglesia de todos los tiempos. Cualquier creencia,
cualquier tradición, cualquier práctica tendrá que confrontarse con la
Escritura para poder ser validada dentro de la comunidad creyente.
La Escritura es también canonizada en sentido pasivo, en
cuanto es regulada por una lista que determina cuáles son los libros que están
inspirados. Este canon regula las Escrituras “canónicas”.
Un canon no se forma de golpe ni por vía de autoridad.
Cuando el concilio de Trento define el canon católico no lo constituye, sino
que lo reconoce. Ya estaba constituido antes de cualquier declaración del
magisterio. En el caso del judaísmo, por ejemplo, no ha habido nunca ningún
acto oficial de reconocimiento, y sin embargo existe un canon.
La canonización es el proceso mediante el cual una práctica
comunitaria se va haciendo progresivamente tradicional hasta afirmarse como
intangible. El canon se constituye poco a poco. En el Antiguo Testamento se
canonizó primero la Torah, luego los profetas y solo al final los Escritos.
En cuanto al Nuevo Testamento, podemos verlo ya en vías de
constitución con Ireneo a finales del siglo II, y luego con Orígenes. Pero en
lo que respecta a la Iglesia latina no está todavía fijado del todo hasta el
siglo V. Durante el proceso de constitución podemos hablar de una lista de
libros abierta. Solo más tarde llega el momento en que esta lista se cierra.
Desde los comienzos de la historia de todas las religiones
surge ya la conciencia de una literatura sagrada normativa. La raíz de esta
conciencia es la actitud de sumisión a la palabra oral o escrita. Esta
conciencia de literatura normativa se agudiza en épocas de peligro para la
persistencia de la comunidad portadora del libro, ante el peligro de corrupción
del texto, u olvido de las tradiciones más antiguas (Kümmel).
La conciencia de normatividad de la Escritura reconoce que
en esos libros se expresa adecuadamente la tradición acerca del fundador. Esta
adecuación es criterio fundamental que preside la selección de determinados
libros.
Como hemos señalado, el canon no se forma de un golpe en un
momento de la historia. Es un cajón abierto capaz de recibir nuevos libros. Por
eso se distingue entre escritos protocanónicos (los libros que han entrado en
el canon más tempranamente) y deuterocanónicos (los que han entrado en canon
después). Los primeros normalmente han conseguido una aprobación más absoluta y
generalizada, mientras que en el caso de los segundos es frecuente que se hayan
producido dudas acerca de su canonicidad.
2. ¿Ha habido
escritos inspirados que no se hayan incluido en el canon?
Todos los libros canónicos son obviamente libros inspirados. La Iglesia no ha podido
equivocarse al aceptar como palabra normativa de Dios un libro escrito solo por
industria humana, sin la acción específica del Espíritu Santo que denominamos
“carisma de inspiración”.
Pero cabe hacerse la pregunta contraria: ¿Puede darse el
caso libros inspirados que hayan quedado fuera del canon? ¿Qué pensar de las
cartas perdidas de San Pablo? En la carta a los Colosenses Pablo invita a los
destinatarios a que lean la carta escrita por él a los fieles de Laodicea (Col
4,16).[1] La primera carta a los
corintios alude a una carta previa que Pablo les había escrito (1 Co 5,9).[2]
Al haber sido escritas por un apóstol muchos afirman que estas cartas deben
considerarse inspiradas por Dios lo mismo que las otras cartas canónicas. Pero
¿hay que suponer que cualquier escrito de un apóstol tiene que estar
necesariamente inspirado?
Al hablar de la inspiración, la relacionábamos con los
escritos fundamentales que han sido dados por Dios a la Iglesia de todos los
tiempos y pertenecen a la etapa de cimentación de la Iglesia. Ahora bien, como
dice Rahner (cf. p. 140), Dios quiere estos escritos con una voluntad infrustrable,
y por tanto es contradictorio pensar que Dios haya destinado una carta a la
Iglesia de todos los tiempos y luego haya permitido que esa carta se pierda y
no cumpla su objetivo primordial. Habrá,
pues, que decir, que la carta a los de Laodicea fue una carta privada a los
fieles de esta ciudad, desprovista de un valor universal y permanente.
Por eso más bien afirmamos que no hay que admitir otros
escritos inspirados fuera del canon. Si por un azar de la historia esa carta a
los de Laodicea apareciera y se pudiese demostrar con certeza su autenticidad
(cosa menos que imposible), ciertamente la Iglesia no abriría de nuevo su canon
para recibirla dentro de él.
Sin embargo, aunque todos los libros inspirados sean
canónicos, y todos los canónicos sean inspirados, a nivel teórico cabe
distinguir entre el concepto de inspiración y el de canonicidad, porque aluden
a consideraciones claramente distintas y a momentos distintos. Los libros
llegan a ser canónicos por el hecho de haber sido inspirados, no son inspirados
por el hecho de haber sido declarados canónicos.
[1] Prescindimos aquí del hecho de que se trate de una carta
deuteropaulina.
[2] Algunos suponen que esta primerísima carta no canónica
no ha desaparecido, sino que se encuentra refundida en la segunda carta
canónica.
B) Historia del Canon
del Antiguo Testamento
Para todo este tema ver aquí una página Web de mercaba.org
con algunos datos adicionales.
1. En el Judaísmo
* Desde el principio hay continuas referencias a libros
atribuidos a Moisés, a Josué (Jos 24,25), a Samuel que “escribió el derecho
real en un libro que depositó ante YHWH” (1 Sm 10,25). Se nos dice también que
el rey Exequias hizo coleccionar en un rollo los proverbios de Salomón” (Prov
25,1).
* Reconocemos la formación progresiva de un canon abierto en
el que se iban integrando los libros que Israel iba reconociendo como
inspirados.
Primeramente la Ley de Moisés, consignada desde el principio
y aumentada posteriormente, y reconocida ya como texto sagrado en tiempo de
Josías (s. VII a.C.) y completada en tiempo de Esdras (s. V).
Poco después de la canonización de los cinco libros de la
Ley tuvo lugar la canonización de los ocho libros de los profetas anteriores y
posteriores.
Finalmente adquirieron este estatus canónico otros escritos
históricos o sapienciales.
* En el siglo II a.C. ya los judíos reconocen una lista de
libros inspirados dividida en tres secciones: Torah (ley), Profetas y Escritos,
como consta en el Sirácida, que emplea ya esta fórmula tripartita (Si 1,1), y
cita la mayor parte de los escritos bíblicos del AT (excepto Ct, Dn, Est., Tb,
Ba y Sa).
* En tiempos de Cristo existían opiniones divergentes entre
los judíos sobre los libros que debían ser considerados canónicos. No debemos
olvidar que en aquella época los libros tenían aún la forma de rollo, y se
copiaban por separado. No existía aún la “Biblia”, es decir un solo libro
encuadernado que contuviera a la vez todos los textos considerados canónicos.
Los “biblia” (plural neutro en griego) no eran un libro, sino una biblioteca de
rollos separados. En los estantes de esa biblioteca se archivaban
simultáneamente libros considerados canónicos junto con otros que claramente no
lo eran, y con otros cuya canonicidad no era del todo clara.
Es sólo con la llegada del códice, que puede contener muchos
libros simultáneamente, cuando se hace más urgente un criterio para escoger qué
libros hay que encuadernar y cuáles hay que dejar fuera del volumen. Los
códices más antiguos que contienen toda la Biblia encuadernada junta son, como
ya hemos visto, del siglo IV después de Cristo.
En la época de Jesús no había total unanimidad en el pueblo
judío respecto al tercer grupo de escritos canónicos, los ‘Ketubim’ o
‘Escritos’. En Palestina había un canon samaritano que sólo admitía los cinco
libros de la Ley. El canon fariseo admitía los 22 (24)[1] libros que hoy
reconocemos como protocanónicos, pero subsistían dudas respecto al Cantar,
Sirácida, Proverbios Ezequiel y Ester. Hacia el año 100 el libro IV de Esdras
dice que Esdras, inspirado, escribió 94 libros durante 40 días, y recibió de
Dios la orden de publicar 24 y guardar 70 escondidos para uso exclusivo de los
sabios.
Algunos opinan que el canon de Qumrán era más amplio que el
fariseo y reconocía algunos escritos deuterocanónicos. Efectivamente, en Qumrán
encontramos fragmentos de todos los libros protocanónicos, excepto el de Ester.
Además hay fragmentos de algunos deuterocanónicos como Ba, Tb y Si. De los
apócrifos, encontramos copias de Jubileos, Henoc y el Testamento de los 12
patriarcas. Pero el hecho de que estos libros se encontrasen en la biblioteca
de Qumrán no es prueba inequívoca de que todos ellos fueran considerados
canónicos por los qumranitas.
Fuera de Palestina existía la versión de los LXX que incluía
todos los libros deuterocanónicos y algunos más. Los libros bíblicos no fueron
traducidos al griego todos simultáneamente. La información de Filón sobre la
traducción milagrosa de la Biblia por los 70 sabios en la isla frente a Alejandría
es legendaria. Los LXX se van formando a lo largo de tres siglos con
traducciones y composiciones griegas originales. Sólo poseemos códices
cristianos de los LXX que no se remontan más allá del siglo III d.C., después
de la ruptura con el judaísmo. Además, estos mismos códices cristianos fluctúan
en la lista de libros admitidos. El códice Vaticano no contiene ninguno de los
libros de los Macabeos. El Sinaítico tiene el 1 y el 4. El Alejandrino tiene
los 4.
Los estudios de Sandberg mostraron que los judíos
alejandrinos no tenían un canon propio de ellos. Estrictamente no se puede
hablar de un canon alejandrino con límites fijos. Los judíos de Alejandría
recibieron sin más el canon elaborado en Palestina. Por ello hoy día hay quien
piensa que los judíos alejandrinos no tenían un canon propio distinto del de
Palestina, aunque este tema está abierto todavía.[2]
* A finales del siglo I el carácter canónico de todos o casi
todos los libros de la Biblia hebrea parece ya establecido. Después de Cristo, en
el concilio de Jamnia (Jamnia en griego, Yavne en hebreo) los rabinos de
tendencia farisea impusieron su tesis, que será ya la única admitida en
adelante por el pueblo hebreo, reconociendo los 22 (24) libros protocanónicos y
rechazando todos los demás.
Pero tampoco debemos pensar que esta canonización
autoritativa se hiciera de una sola vez y en un solo decreto, como sucedió en
la Iglesia en el concilio de Trento. Del período de Jamnia (Yavne) nos queda el
testimonio de que en aquella ocasión establecieron los rabinos que Qohelet y
Cantar “manchaban las manos”, es decir, tenían un carácter sagrado. Respecto a
otros libros controvertidos no tenemos constancia de en qué fecha exactamente
fueron considerados ya canónicos.
En cualquier caso no podemos concebir Jamnia como un
concilio al estilo del Vaticano I o el Vaticano II. Jamnia designa una época de
varias décadas de duración. En este
tiempo el sanedrín judío residía en esta localidad, desde la presidencia de
Yohanan ben Zakkai en los años 70 pasando por la de Gamaliel II en los años 80.
En conjunto esta época abarca desde el final de la primera guerra judía en el
año 70 hasta la segunda guerra de Bar Kokhba en el 135.
Nos consta que al final del segundo templo Qohelet fue
objeto de discusión entre la escuela de Hillel (favorable) y la de Shammai
(contraria) También sabemos por el Talmud de Babilonia que el libro de Ezequiel
fue discutido por algunos rabinos del s. I, y que fue aceptado gracias a la
intervención de Ananías ben Ezequías que resolvió las oposiciones entre el
texto y la Torah (Ez 46,6-7.11 y Nm 28). El libro del Sirácida, muy apreciado
por algunos rabinos, no logró superar el interdicto de Aquiba. En el Talmud
aparece ya una lista de libros sagrados definitivos.[3]
A pesar de estas discusiones entre algunos grupos judíos,
parece ser que el canon judío estaba ya básicamente aceptado antes de Jamnia,
en la época del segundo Templo. Con todo, el Talmud de Babilonia se hace eco de
que todavía en el siglo IV se discutía sobre la canonicidad de Ester, pero nos
da la lista ya definitiva de los 24 libros.[4]
[1] Flavio Josefo escribiendo en el año 98 d. C. dice que
los judíos tenían 22 libros considerados como divinos (Contra Apión 1,7-8). En
realidad son 24 libros, pero si se refunde Rut con Jueces y Lamentaciones con
Jeremías, quedan 22, el mismo número de letras del alfabeto hebreo.
[2] Cf. J. Trebolle, La Biblia judía y la Biblia cristiana.
Trotta, Madrid 1993, p. 242.
[3] b.Baba Bartra 14b-15ª.
[4] b.Sanhedrin 100a
NOTA: Llamamos libros deuterocanónicos a aquellos libros de
la Biblia griega de los LXX que no han sido admitidos en la Biblia hebrea. Son
siete libros: Tobías, Judit, 1 y 2 Macabeos, Sabiduría, Eclesiástico (o
Sirácida) y Baruc. Además hay fragmentos deuterocanónicos en las traducciones
griegas de Daniel y Ester.
De estos libros, al menos dos fueron escritos directamente
en griego (Sabiduría y 2 Macabeos) y los otros, aunque tuvieron un original hebreo,
se nos han conservado sólo en griego durante los últimos siglos. Actualmente
han aparecido algunos de los originales hebreos de estos libros
deuterocanónicos en la geniza de El Cairo y en Masada.
La nomenclatura en griego, desde la época de Eusebio, habla
de libros homologúmenoi (universalmente reconocidos) y antilegomenoi o
anfibalómenoi (discutidos). Estos nombres vienen a coincidir con lo que hoy día
llamamos los católicos libros protocanónicos y deuterocanónicos. Esta última
nomenclatura es de Sixto de Siena (s. XVI).
2. El canon judío en
el Nuevo Testamento
El Nuevo Testamento en sus citas explícitas sólo hace
referencia a libros protocanónicos, aunque no a todos. (No hay citas explícitas
de Rut, Esdras, Ester, Qohelet, Cantar, Abdías y Nehemías). En cambio hay
alguna cita de libros apócrifos como el libro de Enoc (Jds 14-15), y alusiones
a Salmos de Salomón, 2 Esdras o 4 Macabeos. Aunque no se citen explícitamente
los deuterocanónicos, hay abundantes alusiones a ellos, lo cual demuestra que eran
bien conocidos de los autores neotestamentarios.
Si 5,11 aparece en
Sant 1,19
Si 28,2
« Mt 6,14
Sa 2,18-20
« Mt 27,43
Sa 3,8
« 1 Co 6,2
Sa 7,26
« Hb 1,13
Sa 12,12
« Rm 9,20
Sa 13,19
« Rm 1,19-20
2 M 6,18-7,42 « Hb 11,35
Un argumento muy a
tener en cuenta es que los autores del NT usaban no la Biblia hebrea, sino la
traducción griega de los LXX, en la cual estaban incluidos los deuterocanónicos
mezclados con los demás. Esto nos lleva a pensar que la Iglesia apostólica hizo
uso simultáneo de unos y otros libros mezclados en la Biblia griega.
El uso de la Biblia griega por parte de los autores del NT
viene avalado por el hecho de que en los casos en que el original hebreo y la
traducción de los LXX tienen distintos tenores, normalmente el AT sigue con
fidelidad las variantes de la versión griega. De unas 350 citas del AT, más de
300 siguen la versión de los LXX. Por ejemplo:
Is 7,14 en Mt 1,23.
Sal 16,8-11 en Hch 2,25-31.
Am 9,11-12 en Hch 15,16-17.
Gn 12,3 en Hch 3,25 y Ga 3,9.
A la hora de justificar la asunción de la Iglesia del canon
amplio se suele dar el siguiente argumento. En el tiempo del Nuevo Testamento
el canon judío de los “Escritos” estaba todavía abierto. Las decisiones
restrictivas que se impusieron en Jamnia no vinculan a la Iglesia, porque ya
para entonces estaba escindida de la sinagoga y por tanto gozaba ya del
Espíritu Santo para discernir los libros inspirados de canonicidad dudosa.
Pero si, como algunos insinúan, el canon judío ya estaba
cerrado en tiempos de Cristo, ¿cómo justificar el que la Iglesia no se haya
limitado a recibir el canon que el propio pueblo judío había ya fijado? La
razón última es que la Iglesia desde la nueva sensibilidad despertada por
Cristo, alcanzó a empatizar más con ciertos libros judíos del entorno del
canon, y descubrió en ellos una belleza y una inspiración concordes con el
evangelio.
3. El canon judío en
la Iglesia primitiva
En los Padres Apostólicos hay frecuentes citas implícitas de
los libros deuterocanónicos: (1 Clem 3,4 alude a Judit; 27,5 alude al libro de
la Sabiduría; Policarpo cita a Tobías...) En las catacumbas son frecuentes las
pinturas con temas sacados de los deuterocanónicos, Tobías, Susana, los tres
jóvenes…
La utilización de los LXX por parte de los cristianos fue
una de las causas de que los judíos helenísticos fueran rechazando poco a poco
esa traducción para valerse de otras, como la de Áquila y Teodoción. Los Padres
apologistas son conscientes de que han heredado las Escrituras sagradas de los
judíos pero de que no hay una exacta coincidencia entre ambos cuerpos
escriturísticos. Pero en sus polémicas con los judíos algunos Padres prefieren
hacer uso sólo de los libros admitidos por los judíos, como es el caso de
Justino en sus disputas con Trifón,[1] Melitón de Sardes,[2] el concilio de
Laodicea (360)…
En la época patrística contribuyó a proyectar una cierta
duda sobre los deuterocanónicos el hecho de que para entonces los judíos ya
hubieran fijado un canon estable que los excluía. La proliferación de apócrifos
llevó a exigir criterios más estrictos. La falta de una decisión eclesiástica
clara al respecto contribuyó a las dudas que se presentaron en los siglos III y
IV. También influyó la autoridad de algunos Padres que no reconocieron dichos
libros, sobre todo Orígenes en el Oriente
que influyó en algunos importantes Padres orientales como S. Atanasio,
S. Cirilo de Jerusalén, y S. Gregorio Nacianzeno.
En Occidente se mantuvo más firme la aceptación de los
libros deuterocanónicos. Pero san Jerónimo al final de su vida llegó a
rechazarlos, a medida que fue desvalorizando la traducción griega de los LXX
para revalorizar la Biblia hebrea como única inspirada. Es lo que se ha dado en
llamar la “hebraica veritas”. Según él los otros libros pueden usarse para
edificar al pueblo, pero no para confirmar el dogma (PL 28,1243ª). Para
complacer a algunos amigos se avino a traducir Tb y Jdt y los fragmentos
deuterocanónicos de Est y Dn, pero se negó a traducir los otros libros que no
estaban en el canon hebreo. Otros padres occidentales que mostraron reservas
sobre los libros deuterocanónicos fueron S. Hilario de Poitiers y Rufino.
La actitud de Jerónimo escandalizó a Agustín que se
convirtió en el campeón del canon largo y fue causa activa de que el concilio
de Cartago (397) admitiera los deuterocanónicos. La carta de Inocencio I (405)
igualmente contiene ya el canon actual del AT.
Los principales códigos del siglo IV contienen los libros
deuterocanónicos en sus lugares respectivos, y no como mero apéndice. En el
siglo VI queda restablecida la práctica unanimidad tanto en Oriente como en
Occidente.
[1] PG 6, 641-646.
[2] cf. Eusebio, Hist. Ecl. IV, PG 20,396.
4. Hasta nuestros días
Durante toda la Edad Media hubo prácticamente unanimidad en
la Iglesia en admitir el canon completo del AT, aunque no faltasen algunos
autores que planteasen sus dudas. La polémica entre Agustín y Jerónimo no
desparece totalmente. Este canon amplio fue confirmado por el Concilio
Florentino (1441), aunque esta confirmación no tiene todavía carácter
dogmático.
La Reforma protestante volvió a abrir la disputa, ya que los
reformadores rechazaron los libros deuterocanónicos apodándolos apócrifos.
Lutero los coloca en un apéndice en su traducción de la Biblia al alemán. Por
la parte católica otros teólogos, como el famoso cardenal Cayetano tenían sus
dudas también.
El Concilio de Trento definió el canon de las Escrituras
incluyendo los 7 libros deuterocanónicos y los restantes fragmentos en 1546.
Como secuela de los decretos de Trento se vio la necesidad en la Iglesia de
tener una edición de la Vulgata que fuese normativa, y así surgió la edición
sixto-clementina. Esta misma definición ha sido recogida posteriormente por el
Vaticano I y el Vaticano II, que publica también una edición típica de la
Vulgata.
No se deben contraponer excesivamente ambos cánones, el
hebreo y el cristiano. “La Biblia hebrea y el AT de la Iglesia primitiva pueden
considerarse dos círculos concéntricos, es decir, como dos colecciones que
tienen el mismo núcleo, de los cuales uno incluye al otro y no se diferencia de
él más que en el hecho de que el más amplio se ha desarrollado más en la misma
línea en que el más corto había iniciado su desarrollo” (D. Barthélemy).
C) Historia del Canon del Nuevo Testamento
Dentro de los escritos del NT también podemos distinguir
unos protocanónicos, de cuya normatividad nunca ha habido duda en la Iglesia, y
otros deuterocanónicos, que se han abierto camino hacia el canon más
trabajosamente. Los deuterocanónicos del NT son también 7: Hebreos, Santiago,
Segunda de Pedro, Judas, 2 y 3 de Juan y Apocalipsis
Desde el principio los cristianos empezaron a venerar los
escritos de los apóstoles y de sus colaboradores. Las cartas de éstos empiezan
a copiarse y a leerse en diversas comunidades. Pablo manda a los Colosenses que
lean la carta escrita a los de Laodicea (Col 4,16). Sabemos que los evangelios
fueron escritos cada uno para una comunidad particular, que lo consideraba en
principio “su” evangelio, desinteresándose por los otros. Simultáneamente
existían otros evangelios apócrifos del siglo II (Tomás, Pedro, evangelio de
los Hebreos), con lo cual se haría necesario un proceso de selección y
aceptación generalizada.
En 1 Tm 5,8 se citan ya las palabras de Jesús como escritura
sagrada, cosa que hace también el evangelio de Juan en el relato de la Pasión
(Jn 18, 9.32). La Segunda de Pedro atribuye a los escritos de Pablo la misma
autoridad de los escritos del AT, llamándolos “Escritura”. Esto nos hace ver
cómo junto con la composición de nuevos libros empieza a desarrollarse ya una
conciencia de normatividad, una conciencia de canon.
Los escritos de los Padres Apostólicos de los siglos I y II
citan los evangelios y las cartas de San Pablo continuamente, aunque no queda
claro si los citan como “Escritura”, fuera de algunos casos como la cita de Mt
7,6 en Didajé 9,5. Justino cita Mt 17,13 con la fórmula “Está escrito” (Dial
49,5). Y Mt 11,27 con la fórmula: “Está escrito en el evangelio”. Por supuesto
no hay ningún autor eclesiástico que cite todos los 27 libros. En el caso de
Filemón o de 2 y 3 Juan, se trata de escritos tan breves, que es normal que no
sean nunca citados.
Cuando surgen escritos apócrifos hay la necesidad de fijar
una lista de escritos inspirados que excluyan a los libros heréticos que se
presentan falsamente como escritos por los apóstoles.
La segunda mitad del siglo II es decisiva en la conciencia
de la necesidad de fijar un canon. La tradición oral empieza a ser sospechosa e
incontrolable con lo cual se hace necesario tener un cuerpo doctrinal y
normativo. El canon más antiguo que poseemos es posiblemente de finales del
siglo II. Se trata del canon de Muratori, donde se contiene la lista actual de
libros del NT, aunque no se nombra a Hebreos, Santiago ni Segunda Pedro. (Esta
lista fue encontrada en 1740 por Antonio Muratori en la biblioteca ambrosiana
de Milán. Muchos piensan que fue redactada en Roma. Contiene unas 85 líneas, y
es una traducción latina de un original griego. Actualmente se ha puesto en
duda la fechación tradicional del canon de Muratori y hay quienes afirman que
pertenece al siglo IV (A.C. Sundberg, “Canon Muratori: A Fourth Century List”,
HTR 66 (1973)1-40. No todos han estado de acuerdo con esta tesis de Sundberg .
Cf. B.M. Metzger, The Canon of the New Testament: Its Origins, Development and
Significance, Oxford 1987, p. 193).
En el siglo III es cuando más dudas hay respecto a estos
escritos. Parte de estas dudas están motivadas por el temor de aceptar textos
que de una u otra manera pudiesen favorecer a algunas de las herejías en boga
en aquella época. En Occidente se duda sobre todo de Sant, 2 Pe y Hebreos,
debido al hecho de que Tertuliano y los montanistas habían utilizado la carta
para negarse a perdonar el pecado de apostasía (Hb 6,4-6.10,26; 2 P 2,20-22).
En Oriente se duda de Sant, 2 Pe, 2-3 Jn y Jds. En Occidente se logrará la
unanimidad a finales del siglo IV y en Oriente durante el siglo VI.
Hasta nuestros días la Iglesia nestoriana es la única que no
reconoce todos los libros deuterocanónicos del NT. Por el contrario la Iglesia
de Etiopía tiene un canon más largo que comprende 33 libros.
Con respecto a las decisiones oficiales, el canon del NT
está recogido en los mismos decretos conciliares que ya citamos al hablar del
canon del AT. El concilio de Laodicea hacia 360 da una lista de 26 libros (sólo
falta el Apocalipsis). Los concilios africanos reconocen ya los 27 libros.
Aunque los reformadores dudaron al principio sobre los
libros deuterocanónicos del NT, luego acabaron aceptándolos todos. Por eso
actualmente en el NT no hay diferencia en las Biblias católicas y en las
protestantes. Todas contienen los mismos 27 libros. Sin embargo algunos
teólogos protestantes no consideran igual la normatividad de todos los libros,
y pretenden establecer un canon dentro del canon, para dar la prioridad a unos
textos sobre otros. La carta a los Romanos sería para muchos la norma
interpretativa absoluta para el resto de los textos. De ese modo relativizan
aquellos escritos canónicos que, según ellos, adolecen ya de
“protocatolicismo”, como pueden ser las cartas pastorales o el evangelio de san
Lucas. Pero en el fondo esta actitud selectiva es ya en sí misma una opción que
difícilmente puede apoyarse en la “sola Scriptura”. ¿En virtud de qué texto
bíblico se puede argumentar que la carta de san Pablo a los Romanos es
preferible al evangelio de san Lucas que contiene las palabras de Jesús mismo?
D) Criterios de canonicidad
¿Cómo saber cuáles son los libros
inspirados y cómo distinguirlos de los que no lo son? Se han sugerido diversos
tipos de criterios:
1. Externos:
El principal sería su apostolicidad, es decir, su
adscripción a los apóstoles y sus discípulos, la temprana universalidad de su
lectura en toda la Iglesia, su uso en la liturgia, la ortodoxia o armonía del
libro con el resto de los escritos sagrados y el conjunto de la fe revelada.
Lutero ponía como criterio la intensidad con que se predica a Cristo mediador y
la justificación por la fe. Ninguno de estos criterios puede tener un carácter
absoluto, ya que ni todos los libros del canon son más antiguos que otros escritos
no canónicos, ni todos son adscribibles a un apóstol, ni todos han sido
recibidos unánimemente desde el principio. Por eso hay que acudir también a
criterios internos.
3. Internos:
Son las cualidades internas de la propia Escritura que
testimonian su origen divino. Son los criterios preferidos por los protestantes
que no pueden acudir a la tradición de la Iglesia o a ningún tipo de autoridad.
Calvino hablaba del “testimonio secreto” del Espíritu, o los efectos religiosos
del libro: gozo espiritual, conmoción profunda… Es obvio que estos criterios
tampoco son suficientes por sí mismos, porque son muy subjetivos. Ni todos los
textos inspirados causan siempre conmoción profunda, ni sólo los textos
inspirados la causan. En cualquier caso, este testimonio interior que el
Espíritu Santo da sobre el carácter inspirado de un libro es válido en cuanto
testimonio dado al conjunto de la Iglesia, y no a cada fiel en particular.
Muchos protestantes piensan que aceptar la autoridad de la
Iglesia para definir la Escritura podría llevar a pensar que la Escritura está
sometida a la Iglesia, y no viceversa. Es cierto que la Iglesia no está por
encima de la Escritura (DV 11). Por eso la Iglesia no canoniza la Escritura,
sino que es la Escritura la que se le impone a la Iglesia, constituyéndose como
canon y norma de ella.
El criterio de canonicidad, según Barth, sería este
autotestimonio o autopistía, mediante el cual la Escritura se le impone a la
Iglesia. Pero para Barth este autotestimonio es dado a cada creyente sin
necesidad de someterse a la autoridad exterior de la Iglesia. La Iglesia no
tendría autoridad para autorizar la Escritura, aunque sí puede ayudar al
creyente extrínsecamente, guiándole hacia aquellos libros en los cuales el
creyente encontrará por sí mismo la autopistía.
Lods habla de una intuición religiosa concedida a la Iglesia
del siglo II para discernir qué escritos eran portadores de inspiración y
normatividad como expresión de la fe apostólica. Cullmann acepta la autopistía
como criterio por el que la Escritura se reveló como tal a la Iglesia postapostólica
del siglo II. Fue entonces cuando ella, obedeciendo a la autopistía de la
Escritura, tomó una decisión de carácter normativo y obligatorio para la
Iglesia de todos los tiempos.
En cambio los católicos no tienen dificultad en aceptar que
el criterio último para acoger la lista de los libros inspirados es el
testimonio de la tradición. El concilio Vaticano II lo afirma bien
explícitamente cuando dice: “Es la misma Tradición la que da a conocer a la
Iglesia todo el Canon de los Libros Sagrados” (DV 8). Pero no reseña cuáles
fueron los argumentos o criterios que proporcionó la Tradición a la Iglesia
para tener la certeza sobre el Canon.
La obra católica más elaborada que trata de sistematizar
estos criterios es la de K. H. Ohlig. Distintos teólogos católicos tratan de
articular el modo como la Iglesia toma conciencia de esta tradición, ya que no
está explicitada en ningún documento de la época apostólica, ni existe
unanimidad en las primeras etapas de la tradición.
Grelot habla de la presencia en la Iglesia de carismas
funcionales del Espíritu que le posibilitan reconocer en el seno de su
tradición aquellos escritos que le ponen en contacto con la tradición
apostólica, y conservar dichos escritos. Más que de una nueva revelación, el
discernimiento del canon lo hace la Iglesia reconociendo como normativos una
serie de libros heredados de la generación apostólica.
Según Rahner hay que distinguir entre la revelación del
carácter inspirado de determinados libros y su reconocimiento reflejo y
explícito. No se puede probar que los apóstoles transmitieran una revelación
expresa sobre cuáles eran los libros inspirados, y resulta inverosímil que se
diera dicha proclamación. Pero la revelación, como toda revelación, tuvo que
haberse hecho en tiempos de la Iglesia apostólica, cuando todavía estaba
abierta.
Ahora bien, supuesto que esta revelación no se hizo
expresamente, podemos pensar que se comunicó “simplemente a través de hecho de
que el escrito en cuestión fue producido como un ingrediente genuino de la
realización de la Iglesia Apostólica en cuanto tal”.
“Este hecho inmediatamente presente pudo venir a ser comprendido reflejamente y
recibir expresión en los tiempos postapostólicos sin necesidad de una nueva
revelación”. “La Iglesia, llena del Espíritu Santo, reconoce por connaturalidad
que un escrito está conforme con su naturaleza”. El reconocimiento reflejo y
formulado necesita tiempo y tiene una historia y una evolución, lo cual daría
razón de la historia del canon con sus vacilaciones y vicisitudes.
E) El canon como contexto global de los escritos bíblicos
Como ya indicaremos
más adelante, un criterio fundamental para interpretar cualquier texto de la
Escritura es el contexto global del canon completo. Habrá que rechazar
cualquier interpretación de un texto individual que no haga justicia o que no
sea armonizable con otros textos que han sido también acogidos por la Iglesia
dentro del mismo canon. Es importante no solo el conjunto de libros incluidos,
sino también su posición dentro de los libros sagrados. Una vez que aceptamos
que Dios se ha ido revelando progresivamente a lo largo de la historia, habrá
siempre que dar un plus de autoridad a los escritos del final con relación a
los escritos del principio, al Nuevo sobre el Antiguo Testamento.
Al encontrar textos diversos y en ocasiones difícilmente
concordables, habrá que explicar en la exégesis el proceso seguido mediante el
cual de una primera afirmación se ha ido avanzando hacia otra cada vez más
precisa. De ese modo los textos de la Biblia en Job o en los Salmos donde
parece negarse la existencia de la vida después de la muerte habrá que
interpretarlos a la luz de otros textos del Nuevo Testamento, mostrando como
Dios ha ido revelando progresivamente esa plenitud de vida a la que somos
destinados desde el principio. Cada texto tiene su lugar en este proceso, pero
obviamente hay que atender a la importancia relativa de estos textos dentro del
proceso global. La Iglesia ha mantenido a Job en su canon solo a condición que
sus afirmaciones sean interpretadas no como verdades finales, sino como pasos
en el camino de la revelación.
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