miércoles, 10 de abril de 2013

TEOLOGÍA BIBLICA III



III: PALABRA TRANSMITIDA

Traeremos primeramente el texto final de la Dei Verbum  sobre la relación que existe entre Escritura y tradición. Esperamos que al final del capítulo se comprenda mejor el alcance y el tenor de este texto capital.

Así pues la Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura están íntimamente rela­cionadas y unidas. Porque surgiendo ambas de la misma fuente divina, se funden en cierto modo y tienden a un mismo fin. Porque la Sagrada Escritura es la Palabra de Dios en cuanto se con­signa por escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo; y la Sagra­da Tradición transmite íntegramente a los sucesores de los apóstoles la palabra de Dios a ellos confiada por Cristo el Señor y por el Es­píritu Santo, para que a la luz del Espíritu de la verdad con su pre­dicación fielmente la guarden, la expongan y la difun­dan; de donde se sigue que la Igle­sia no deriva solamente su certeza acerca de todas las verdades reveladas de la Sagrada Escritura. Por eso se han de re­cibir y venerar ambas con un mismo espí­ritu de piedad” (DV 9).[1]

 A) ¿Dos fuentes o una fuente?

Durante toda la historia de la teología pretridentina hubo una clara conciencia de que Escritura y tradición se complementaban a la hora de ofrecernos la plenitud de la revelación cristiana. Esta complementariedad era una verdad pacíficamente poseída. De hecho para fundamentar todas sus tesis la teología recurría sistemáticamente a los argumentos derivados tanto de la Escritura como de la tradición, por este orden.

Es Lutero quien rompe este consenso al propone su doctrina de la “sola Scriptura”,  la Escritura como única fuente de la verdad cristiana. En ese momento la Iglesia católica sintió la necesidad de profundizar en qué tipo de relación tienen la Escritura y la tradición.

Reaccionando contra Lutero, el concilio de París de 1528 expone la doctrina que ha pasado a llamarse doctrina de las dos fuentes, o fuentes paralelas. Según esta doctrina:

-Las verdades reveladas se encuentran repartidas en dos canales distin­tos. Unas nos llegan a través de la Escritura y otras a través de la tradición (y por supuesto, la gran mayoría a través de ambas).

-Pero no todas las verdades reveladas tienen por qué estar necesariamente en la Biblia.

-Se puede probar algunas verdades por la sola tradición aunque no estén en la Escri­tu­ra.

No es esta la única manera católica de plantear  la relación mutua entre Escritura y Tradición. Otros teólogos católicos las han articulado de esta otra manera:

-La fuente única de la revelación es la tradición viva de la Iglesia, que ha quedado formulada por escrito en los libros sagrados.

-Todas las verdades reveladas se encuentran de algún modo en la Escri­tu­ra, pero la Tradición nos trasmite una comprensión más amplia e ilumi­na­da de esas verdades. Más que hablar de una subordinación de una a la otra habría que hablar de una “íntima relación, influjo recíproco y una misma fuente común: el Espíritu de Dios”.[2] Es de notar que nos referimos a “Tradición” en singular y con mayúscula, y no tanto a “tradiciones2 en plural y con minúscula. Escritura y Tradición no pueden subsistir independientemente. La Tradición actúa como un talante interpretativo global, una memoria hermenéutica que acompaña la transmisión de unos textos escritos fijados en el seno de una comunidad interpretativa que es hija de su propia historia.

En el fondo todas las comunidades, aun sin reconocerlo, son deudoras de un talante interpretativo global heredado y transmitido, y aun sin confesarlo son herederas de una “tradición” que colorea mucho su forma de interpretar la Escritura.

Para comprender la relación entre escritura y oralidad ofrecemos la siguiente comparación, los apun­tes de clase. Los alumnos reciben del profesor oralmente una comprensión viva sobre una serie de temas y además unos apuntes sobre esos mismos temas. En los apuntes están desa­rrollados todos los temas, pero el alumno que se limite a leer y estudiar los apuntes sin asistir a la ex­plicación viva del profesor, no alcanzaría la total compren­sión de la plenitud de sentido que en esos apuntes se expresa.

El alumno pregunta: “¿Qué temas van a examen?”. El profesor puede responder: “Los temas de los apuntes y además estos otro cinco temas que expliqué en clase, pero que no están en los apuntes” Esta respuesta equivale a la doctrina de las dos fuentes. Entre las verdades necesarias para la salvación hay algunas que no están en la Escritura, sino que solo se han expuesto oralmente.

Pero el profesor puede responder: “Solo los temas que están los apuntes”. En este caso dice que todo lo que va a examen está en la escritura, pero que evidentemente el alumno que no ha asistido a clase no tiene las claves para asimilar y comprender bien esos contenidos de los apuntes. La tradición oral no aumenta el número de temas, pero si los aclara y los profundiza.

En lenguaje escolástico diríamos que la distinción entre Escritura y Tradición como fuente de revelación no es una distinción material, sino formal. Es decir, no hay diferencia en la materialidad de lo que se afirma, sino en la formalidad del modo de afirmar. La materia contenida en la tradición y en la Escritura es la misma, pero se encuentra expresada de un modo formalmente diferente y complementario. En la tradición, por ejemplo, podemos tener un mayor grado de explicitación de esas mismas verdades.

De este modo se explica por qué la Iglesia nunca ha renunciado a buscar un soporte escriturístico en sus dogmas. En ningún momento de su historia la Iglesia ha recurrido a la solución fácil de decir que tal dogma se poya no en la Escritura, sino en la tradición. De hecho nunca las ha reconocido como fuentes separadas, independientes y su­ficientes.

 B) Historia del debate sobre relación Escritura-Tradición

 1. El concilio de Trento

Frente a los protestantes Trento redacta su decreto en el que revaloriza el papel de la tradición, pero no con­creta ninguna teoría sobre la manera concreta en que ambas se articulan.

El concilio de París de 1528 había suscrito la fórmula de las dos fuentes frente a la afirmación de la “sola Scriptura”. Pero el concilio de Trento no va a suscribir esta fórmula.

Frente a los que querían definir una doctrina de dos fuentes paralelas diciendo que “esta verdad se contiene partim en los libros escritos, y partim en las tradiciones no es­critas”, el Concilio rechazó la fórmula “partim/partim” y eligió otra más ambigua: et/et: “en libros escritos y en tradiciones no escritas” (Dz 783).  Esta fórmula no confiere a la Tradición un estatus  ni una dignidad de fuente de la Revelación distinta e independiente de la Biblia,  Nos habla de ambas más bien como dos elementos orgánicos inseparables.

Como dice Bovati, No se trata de una yuxtaposición, sino de una íntima relación, no es “y”, sino “en”; Escritura en la Tradición, y Tradición en la Escritura... Es una íntima relación en reciprocidad y dependencia. El libro es hijo de la Tradición, que a su vez es obediencia actualizadora de la Palabra escrita. El libro permanece vivo en una Tradición que permanece viva en la Palabra”.

 2. El planteamiento del Vaticano II

Analicemos en primer lugar el problema que se planteó el Vaticano II. El esquema previo, de tendencia conservadora y antiprotestante, se titulaba precisamente “De Fontibus revelationis” y pretendía definir la teoría de las dos fuentes.

El concilio se negó a definir esta doctrina y ha dejado la puerta abierta para otras maneras de comprender el problema.

El esquema de las dos fuentes, elaborado por la comisión preparatoria, fue rechazado por los Padres Concilia­res el 20 de Noviembre de 1962. Este día tuvo una gran trascendencia en la historia del concilio. Aunque el rechazo no alcanzó la mayoría requerida de dos tercios, el papa Juan XXIII intervino personalmente. Retiró el esquema y formó una nueva comisión para redactar un segundo borrador, incluyendo a los cardenales Ottaviani y Bea, los representantes de las dos opiniones en conflicto.

El nuevo esquema de lo que llegaría a ser la “Dei Verbum” realizó importantes cambios, sobre todo un cambio de énfasis con una orientación más ecuménica y pastoral. Dejó abierto el debate sobre cuestiones disputadas acerca del modo de articular tradición y Escritura y no quiso dar respaldo a ninguna de estas doctrinas teológicas.

La frase principal en el texto definitivo de la Dei Verbum que hemos citado al comienzo de este capítulo es: “De donde se sigue que la Iglesia no deriva solamente de la Sagrada Escritura su certeza acerca de todas las verdades reveladas”. No dice: “La Iglesia no deriva solamente de la Escritura todas sus verdades reveladas” (Esto sería la doctrina de las dos fuentes), sino que dice: “La Iglesia no deriva solamente de la Escritura su certeza acerca de todas las verdades reveladas. Al sumarse Escritura y Tradición no aumenta el número de verdades reveladas, pero sí aumenta la certeza que de ellas tiene la Iglesia.

 C) Proceso formativo de la Tradición

1. Jesús Palabra viva

En Jesús Dios nos ha comunicado la plenitud de su palabra. Ya no tiene más que decirnos. Jesús encierra la plenitud de la revelación en sus palabras, sus obras y su propia persona.

2. ¿Qué deja Jesús detrás de sí?

Jesús no dejó ningún escrito ni mandó escribir nada. Jesús nos deja una tradición viva, constituida por el recuerdo de sus palabras, sus obras y su persona.

Jesús deja una comunidad de testigos de esta revelación, organizada por unos responsables de conservar fielmente este recuerdo, de comprenderlo más plenamente y de difundirlo a través de las naciones y de los siglos.

Jesús deja el Espíritu Santo como “maestro interior” (1 Jn 2,20-27) y como guía para llevar a la Iglesia a la “verdad plena” (Jn 16,12).

 3. La generación apostólica

Expresa y formula esta revelación aprendida en Jesús. Terminada la generación de los que le conocieron y pudieron aportar recuerdos y vivencias de primera mano, ha quedado completada la revelación de su verdad. El depósito de la revelación está íntegro, y ya no podrán darse revela­ciones de nuevas verdades.

Consigna por escrito la generación apostólica, mediante un carisma especial del Espíri­tu, esa plenitud de la revelación que ha recibido y pasa simultáneamente a sus sucesores esos escritos, junto con una comprensión viva de los mismos (1 Co 15,3-5; 2 Ts 2,15).

 4. Las siguientes generaciones

Trasmiten este depósito, lo van comprendiendo cada vez más a la luz del Espíritu Santo, lo van reformulando conforme a las nuevas culturas, circunstancias y lenguajes. No añaden nuevas verdades, sino que las interpretan.

El magisterio de la Iglesia no está “sobre la palabra de Dios”, sino que la sirve, enseñando sólo lo que le ha sido confiado, en cuanto que por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo, la oye con piedad, la guarda con exactitud y la expone con fidelidad... (DV 10).

 [1] Cf. J. M. Martín-Moreno, Tu palabra me da vida, 3ª ed., Ediciones Paulinas, Madrid 1984, pp. 111-112

[2]  Cf. Bovati, op. cit., p.30.

 D) Necesidad de unos intérpretes de la Escritura

Frente a la tesis protestante de que la Escritura se interpreta a sí misma y no necesita una tradición interpretativa ni un magisterio con autoridad, veremos cómo la Escritura sola puede llevar y de hecho ha llevado a errores nefastos y profundas deformaciones de la verdad de Jesús.

Dice el Concilio Senonense: “Nunca ha habido hereje tan lamentable que no intente defender sus errores con la Sagrada Escritura. No ha habido herejía tan absurda o tan desvergonzada que no se apoye en los textos sagrados, corrompiéndolos o desviándolos de su sentido genuino” (EB 37).

En los Hechos se cuenta la historia del eunuco etíope que iba leyendo al profeta Isaías y no pudo comprenderlo hasta que un testigo con autoridad, Felipe, le abrió el sentido de la Escritura y le evangelizó a Jesús (Hch 8,28-37).

La segunda carta de Pedro nos pone en guardia contra cualquier interpretación personal o arbitraria de la Escritura: “Y así se nos hace más firme la palabra de los profetas, a la cual hacéis bien en prestar atención como a lámpara que luce en un lugar oscuro, hasta que despunte el día y se levante en vuestros corazones el lucero de la mañana. Pero ante todo tened en cuenta que ninguna profecía de la Escritura puede interpretarse por cuenta propia; porque ninguna profecía ha venido por voluntad propia, sino que hombres movidos por el Espíritu Santo han hablado de parte de Dios” (2 Pe 1,16-21).

Esta misma carta pone ya en guardia frente a posibles malas interpretaciones que se pueden hacer acerca de los escritos de san Pablo. “Os lo escribió también Pablo, nuestro querido hermano, según la sabiduría que le fue otorgada. Lo escribe también en todas sus cartas cuando habla en ellas de eso. Aunque hay en ellas cosas difíciles de entender, que los ignorantes y los débiles interpretan torcidamente -como también las demás Escrituras-, para su propia perdición” (2 Pe 3,15-16). Según esta advertencia también la Escritura puede ser causa de perdición para ignorantes (atrevidos) y para débiles (causas psicológicas tales como orgullo, prurito de originalidad, dureza de juicio, inestabilidad de carácter...)

Una actitud humilde es la que más nos ayuda a comprender el misterio de Dios inabarcable. “¡Oh abismo de la riqueza, la sabiduría y la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus designios e inescrutables sus caminos!” (Rm 11,33).

En el pasaje de las tentaciones de Jesús tenemos un ejemplo típico de esa esgrima bíblica en la que el mismo diablo hace gala de conocer bien la Escritura y de saber citarla para sus propios fines.

La palabra de Dios puede ser leída en la Iglesia, dentro de una tradición viva y constante de la comunidad, asistida e iluminada por el Espíritu Santo. Escritura y tradición no deben oponerse una a otra como dos fuentes complementarias de donde obtendríamos diversas verdades que completarían el depósito de la revelación, sino como una única fuente que alcanza diversos grados de explicitación.

TEOLOGÍA BIBLICA IV



IV: PALABRA NORMATIVA

 A) Generalidades sobre el canon

1. El concepto de canon

La Escritura misma es un canon en sentido activo, en cuanto nos ofrece una regla de fe y una regla de vida. El estatus canónico comporta ante todo la noción de “normatividad”. Escritos canonizados son aquellos que son normativos para la Iglesia de todos los tiempos. Cualquier creencia, cualquier tradición, cualquier práctica tendrá que confrontarse con la Escritura para poder ser validada dentro de la comunidad creyente.

La Escritura es también canonizada en sentido pasivo, en cuanto es regulada por una lista que determina cuáles son los libros que están inspirados. Este canon regula las Escrituras “canónicas”.

Un canon no se forma de golpe ni por vía de autoridad. Cuando el concilio de Trento define el canon católico no lo constituye, sino que lo reconoce. Ya estaba constituido antes de cualquier declaración del magisterio. En el caso del judaísmo, por ejemplo, no ha habido nunca ningún acto oficial de reconocimiento, y sin embargo existe un canon.

La canonización es el proceso mediante el cual una práctica comunitaria se va haciendo progresivamente tradicional hasta afirmarse como intangible. El canon se constituye poco a poco. En el Antiguo Testamento se canonizó primero la Torah, luego los profetas y solo al final los Escritos.

En cuanto al Nuevo Testamento, podemos verlo ya en vías de constitución con Ireneo a finales del siglo II, y luego con Orígenes. Pero en lo que respecta a la Iglesia latina no está todavía fijado del todo hasta el siglo V. Durante el proceso de cons­titución podemos hablar de una lista de libros abierta. Solo más tarde llega el momento en que esta lista se cierra.

Desde los comienzos de la historia de todas las religiones surge ya la conciencia de una literatura sagrada normativa. La raíz de esta conciencia es la actitud de sumisión a la palabra oral o escrita. Esta conciencia de literatura normativa se agudiza en épocas de peligro para la persistencia de la comunidad portadora del libro, ante el peligro de corrupción del texto, u olvido de las tradiciones más antiguas (Kümmel).

La conciencia de normatividad de la Escritura reconoce que en esos libros se expresa adecuadamente la tradición acerca del fundador. Esta adecuación es criterio fun­damental que preside la selección de determinados libros.

Como hemos señalado, el canon no se forma de un golpe en un momento de la historia. Es un cajón abierto capaz de recibir nuevos libros. Por eso se distingue entre escritos protocanónicos (los libros que han entrado en el canon más tempranamente) y deuterocanónicos (los que han entrado en canon después). Los primeros normalmente han conseguido una aprobación más absoluta y generalizada, mientras que en el caso de los segundos es frecuente que se hayan producido dudas acerca de su canonicidad.

 2. ¿Ha habido escritos inspirados que no se hayan incluido en el canon?

Todos los libros canónicos son obviamente  libros inspirados. La Iglesia no ha podido equivocarse al aceptar como palabra normativa de Dios un libro escrito solo por industria humana, sin la acción específica del Espíritu Santo que denominamos “carisma de inspiración”.

Pero cabe hacerse la pregunta contraria: ¿Puede darse el caso libros inspirados que hayan quedado fuera del canon? ¿Qué pensar de las cartas perdidas de San Pablo? En la carta a los Colosenses Pablo invita a los destinatarios a que lean la carta escrita por él a los fieles de Laodicea (Col 4,16).[1]  La primera carta a los corintios alude a una carta previa que Pablo les había escrito (1 Co 5,9).[2] Al haber sido escritas por un apóstol muchos afirman que estas cartas deben considerarse inspiradas por Dios lo mismo que las otras cartas canónicas. Pero ¿hay que suponer que cualquier escrito de un apóstol tiene que estar necesariamente inspirado?

Al hablar de la inspiración, la relacionábamos con los escritos fundamentales que han sido dados por Dios a la Iglesia de todos los tiempos y pertenecen a la etapa de cimentación de la Iglesia. Ahora bien, como dice Rahner (cf. p. 140), Dios quiere estos escritos con una voluntad infrustrable, y por tanto es contradictorio pensar que Dios haya destinado una carta a la Iglesia de todos los tiempos y luego haya permitido que esa carta se pierda y no cumpla su objetivo primordial.  Habrá, pues, que decir, que la carta a los de Laodicea fue una carta privada a los fieles de esta ciudad, desprovista de un valor universal y permanente.

Por eso más bien afirmamos que no hay que admitir otros escritos inspirados fuera del canon. Si por un azar de la historia esa carta a los de Laodicea apareciera y se pudiese demostrar con certeza su autenticidad (cosa menos que imposible), ciertamente la Iglesia no abriría de nuevo su canon para recibirla dentro de él.

Sin embargo, aunque todos los libros inspirados sean canónicos, y todos los canónicos sean inspirados, a nivel teórico cabe distinguir entre el concepto de inspiración y el de canonicidad, porque aluden a consideraciones claramente distintas y a momentos distintos. Los libros llegan a ser canónicos por el hecho de haber sido inspirados, no son inspirados por el hecho de haber sido declarados canónicos.

[1] Prescindimos aquí del hecho de que se trate de una carta deuteropaulina.

[2] Algunos suponen que esta primerísima carta no canónica no ha desaparecido, sino que se encuentra refundida en la segunda carta canónica.

 B) Historia del Canon del Antiguo Testamento

Para todo este tema ver aquí una página Web de mercaba.org con algunos datos adicionales.

1. En el Judaísmo

* Desde el principio hay continuas referencias a libros atribuidos a Moisés, a Josué (Jos 24,25), a Samuel que “escribió el derecho real en un libro que depositó ante YHWH” (1 Sm 10,25). Se nos dice también que el rey Exequias hizo coleccionar en un rollo los proverbios de Salomón” (Prov 25,1).

* Reconocemos la formación progresiva de un canon abierto en el que se iban integrando los libros que Israel iba reconociendo como inspirados.

Primeramente la Ley de Moisés, consignada desde el principio y aumentada posterior­mente, y reconocida ya como texto sagrado en tiempo de Josías (s. VII a.C.) y comple­tada en tiempo de Esdras (s. V).

Poco después de la canonización de los cinco libros de la Ley tuvo lugar la canonización de los ocho libros de los profetas anteriores y posteriores.

Finalmente adquirieron este estatus canónico otros escritos históricos o sapienciales.

* En el siglo II a.C. ya los judíos reconocen una lista de libros inspirados dividida en tres secciones: Torah (ley), Profetas y Escritos, como consta en el Sirácida, que emplea ya esta fórmula tripartita (Si 1,1), y cita la mayor parte de los escritos bíblicos del AT (excepto Ct, Dn, Est., Tb, Ba y Sa).

* En tiempos de Cristo existían opiniones divergentes entre los judíos sobre los libros que debían ser considerados canónicos. No debemos olvidar que en aquella época los libros tenían aún la forma de rollo, y se copiaban por separado. No existía aún la “Biblia”, es decir un solo libro encuadernado que contuviera a la vez todos los textos considerados canónicos. Los “biblia” (plural neutro en griego) no eran un libro, sino una biblioteca de rollos separados. En los estantes de esa biblioteca se archivaban simultáneamente libros considerados canónicos junto con otros que claramente no lo eran, y con otros cuya canonicidad no era del todo clara.

Es sólo con la llegada del códice, que puede contener muchos libros simultáneamente, cuando se hace más urgente un criterio para escoger qué libros hay que encuadernar y cuáles hay que dejar fuera del volumen. Los códices más antiguos que contienen toda la Biblia encuadernada junta son, como ya hemos visto, del siglo IV después de Cristo.

En la época de Jesús no había total unanimidad en el pueblo judío respecto al tercer grupo de escritos canónicos, los ‘Ketubim’ o ‘Escritos’. En Palestina había un canon samaritano que sólo admitía los cinco libros de la Ley. El canon fariseo admitía los 22 (24)[1] libros que hoy reconocemos como protocanónicos, pero subsistían dudas respecto al Cantar, Sirácida, Proverbios Ezequiel y Ester. Hacia el año 100 el libro IV de Esdras dice que Esdras, inspirado, escribió 94 libros durante 40 días, y recibió de Dios la orden de publicar 24 y guardar 70 escondidos para uso exclusivo de los sabios.

Algunos opinan que el canon de Qumrán era más amplio que el fariseo y reconocía algunos escritos deuterocanónicos. Efectivamente, en Qumrán encontramos fragmentos de todos los libros protocanónicos, excepto el de Ester. Además hay fragmentos de algunos deuterocanónicos como Ba, Tb y Si. De los apócrifos, encontramos copias de Jubileos, Henoc y el Testamento de los 12 patriarcas. Pero el hecho de que estos libros se encontrasen en la biblioteca de Qumrán no es prueba inequívoca de que todos ellos fueran considerados canónicos por los qumranitas.

Fuera de Palestina existía la versión de los LXX que incluía todos los libros deuterocanónicos y algunos más. Los libros bíblicos no fueron traducidos al griego todos simultáneamente. La información de Filón sobre la traducción milagrosa de la Biblia por los 70 sabios en la isla frente a Alejandría es legendaria. Los LXX se van formando a lo largo de tres siglos con traducciones y composiciones griegas originales. Sólo poseemos códices cristianos de los LXX que no se remontan más allá del siglo III d.C., después de la ruptura con el judaísmo. Además, estos mismos códices cristianos fluctúan en la lista de libros admitidos. El códice Vaticano no contiene ninguno de los libros de los Macabeos. El Sinaítico tiene el 1 y el 4. El Alejandrino tiene los 4.

Los estudios de Sandberg mostraron que los judíos alejandrinos no tenían un canon propio de ellos. Estrictamente no se puede hablar de un canon alejandrino con límites fijos. Los judíos de Alejandría recibieron sin más el canon elaborado en Palestina. Por ello hoy día hay quien piensa que los judíos alejandrinos no tenían un canon propio distinto del de Palestina, aunque este tema está abierto todavía.[2]

* A finales del siglo I el carácter canónico de todos o casi todos los libros de la Biblia hebrea parece ya establecido. Después de Cristo, en el concilio de Jamnia (Jamnia en griego, Yavne en hebreo) los rabinos de tendencia farisea impusieron su tesis, que será ya la única admitida en adelante por el pueblo hebreo, reconociendo los 22 (24) libros protocanónicos y rechazando todos los demás.

Pero tampoco debemos pensar que esta canonización autoritativa se hiciera de una sola vez y en un solo decreto, como sucedió en la Iglesia en el concilio de Trento. Del período de Jamnia (Yavne) nos queda el testimonio de que en aquella ocasión establecieron los rabinos que Qohelet y Cantar “manchaban las manos”, es decir, tenían un carácter sagrado. Respecto a otros libros controvertidos no tenemos constancia de en qué fecha exactamente fueron considerados ya canónicos.

En cualquier caso no podemos concebir Jamnia como un concilio al estilo del Vaticano I o el Vaticano II. Jamnia designa una época de varias décadas de duración.  En este tiempo el sanedrín judío residía en esta localidad, desde la presidencia de Yohanan ben Zakkai en los años 70 pasando por la de Gamaliel II en los años 80. En conjunto esta época abarca desde el final de la primera guerra judía en el año 70 hasta la segunda guerra de Bar Kokhba en el 135.

Nos consta que al final del segundo templo Qohelet fue objeto de discusión entre la escuela de Hillel (favorable) y la de Shammai (contraria) También sabemos por el Talmud de Babilonia que el libro de Ezequiel fue discutido por algunos rabinos del s. I, y que fue aceptado gracias a la intervención de Ananías ben Ezequías que resolvió las oposiciones entre el texto y la Torah (Ez 46,6-7.11 y Nm 28). El libro del Sirácida, muy apreciado por algunos rabinos, no logró superar el interdicto de Aquiba. En el Talmud aparece ya una lista de libros sagrados definitivos.[3]

A pesar de estas discusiones entre algunos grupos judíos, parece ser que el canon judío estaba ya básicamente aceptado antes de Jamnia, en la época del segundo Templo. Con todo, el Talmud de Babilonia se hace eco de que todavía en el siglo IV se discutía sobre la canonicidad de Ester, pero nos da la lista ya definitiva de los 24 libros.[4]

[1] Flavio Josefo escribiendo en el año 98 d. C. dice que los judíos tenían 22 libros considerados como divinos (Contra Apión 1,7-8). En realidad son 24 libros, pero si se refunde Rut con Jueces y Lamentaciones con Jeremías, quedan 22, el mismo número de letras del alfabeto hebreo.

[2] Cf. J. Trebolle, La Biblia judía y la Biblia cristiana. Trotta, Madrid 1993, p. 242.

[3] b.Baba Bartra 14b-15ª.

[4] b.Sanhedrin 100a

NOTA: Llamamos libros deuterocanónicos a aquellos libros de la Biblia griega de los LXX que no han sido admitidos en la Biblia hebrea. Son siete libros: Tobías, Judit, 1 y 2 Macabeos, Sabiduría, Eclesiástico (o Sirácida) y Baruc. Además hay fragmentos deuterocanónicos en las traducciones griegas de Daniel y Ester.

De estos libros, al menos dos fueron escritos directamente en griego (Sabiduría y 2 Macabeos) y los otros, aunque tuvieron un original hebreo, se nos han conservado sólo en griego durante los últimos siglos. Actualmente han aparecido algunos de los originales hebreos de estos libros deuterocanónicos en la geniza de El Cairo y en Masada.

La nomenclatura en griego, desde la época de Eusebio, habla de libros homologúmenoi (universalmente reconocidos) y antilegomenoi o anfibalómenoi (discutidos). Estos nombres vienen a coincidir con lo que hoy día llamamos los católicos libros protocanónicos y deuterocanónicos. Esta última nomenclatura es de Sixto de Siena (s. XVI).

 2. El canon judío en el Nuevo Testamento

El Nuevo Testamento en sus citas explícitas sólo hace referencia a libros protocanónicos, aunque no a todos. (No hay citas explícitas de Rut, Esdras, Ester, Qohelet, Cantar, Abdías y Nehemías). En cambio hay alguna cita de libros apócrifos como el libro de Enoc (Jds 14-15), y alusiones a Salmos de Salomón, 2 Esdras o 4 Macabeos. Aunque no se citen explícitamente los deuterocanónicos, hay abundantes alusiones a ellos, lo cual demuestra que eran bien conocidos de los autores neotestamentarios.

Si 5,11   aparece en Sant 1,19
Si 28,2               «        Mt 6,14
Sa 2,18-20         «        Mt 27,43
Sa 3,8                «        1 Co 6,2
Sa 7,26              «        Hb 1,13
Sa 12,12            «        Rm 9,20
Sa 13,19            «        Rm 1,19-20
2 M 6,18-7,42   «        Hb 11,35
 Un argumento muy a tener en cuenta es que los autores del NT usaban no la Biblia hebrea, sino la traducción griega de los LXX, en la cual estaban incluidos los deuterocanónicos mezclados con los demás. Esto nos lleva a pensar que la Iglesia apostólica hizo uso simultáneo de unos y otros libros mezclados en la Biblia griega.

El uso de la Biblia griega por parte de los autores del NT viene avalado por el hecho de que en los casos en que el original hebreo y la traducción de los LXX tienen distintos tenores, normalmente el AT sigue con fidelidad las variantes de la versión griega. De unas 350 citas del AT, más de 300 siguen la versión de los LXX. Por ejemplo:

Is 7,14 en Mt 1,23.
Sal 16,8-11 en Hch 2,25-31.
Am 9,11-12 en Hch 15,16-17.
Gn 12,3 en Hch 3,25 y Ga 3,9.
A la hora de justificar la asunción de la Iglesia del canon amplio se suele dar el siguiente argumento. En el tiempo del Nuevo Testamento el canon judío de los “Escritos” estaba todavía abierto. Las decisiones restrictivas que se impusieron en Jamnia no vinculan a la Iglesia, porque ya para entonces estaba escindida de la sinagoga y por tanto gozaba ya del Espíritu Santo para discernir los libros inspirados de canonicidad dudosa.

Pero si, como algunos insinúan, el canon judío ya estaba cerrado en tiempos de Cristo, ¿cómo justificar el que la Iglesia no se haya limitado a recibir el canon que el propio pueblo judío había ya fijado? La razón última es que la Iglesia desde la nueva sensibilidad despertada por Cristo, alcanzó a empatizar más con ciertos libros judíos del entorno del canon, y descubrió en ellos una belleza y una inspiración concordes con el evangelio.

 3. El canon judío en la Iglesia primitiva

En los Padres Apostólicos hay frecuentes citas implícitas de los libros deuterocanónicos: (1 Clem 3,4 alude a Judit; 27,5 alude al libro de la Sabiduría; Policarpo cita a Tobías...) En las catacumbas son frecuentes las pinturas con temas sacados de los deuterocanónicos, Tobías, Susana, los tres jóvenes…

La utilización de los LXX por parte de los cristianos fue una de las causas de que los judíos helenísticos fueran rechazando poco a poco esa traducción para valerse de otras, como la de Áquila y Teodoción. Los Padres apologistas son conscientes de que han heredado las Escrituras sagradas de los judíos pero de que no hay una exacta coincidencia entre ambos cuerpos escriturísticos. Pero en sus polémicas con los judíos algunos Padres prefieren hacer uso sólo de los libros admitidos por los judíos, como es el caso de Justino en sus disputas con Trifón,[1] Melitón de Sardes,[2] el concilio de Laodicea (360)…

En la época patrística contribuyó a proyectar una cierta duda sobre los deuterocanónicos el hecho de que para entonces los judíos ya hubieran fijado un canon estable que los excluía. La proliferación de apócrifos llevó a exigir criterios más estrictos. La falta de una decisión eclesiástica clara al respecto contribuyó a las dudas que se presentaron en los siglos III y IV. También influyó la autoridad de algunos Padres que no reconocieron dichos libros, sobre todo Orígenes en el Oriente  que influyó en algunos importantes Padres orientales como S. Atanasio, S. Cirilo de Jerusalén, y S. Gregorio Nacianzeno.

En Occidente se mantuvo más firme la aceptación de los libros deuterocanónicos. Pero san Jerónimo al final de su vida llegó a rechazarlos, a medida que fue desvalorizando la traducción griega de los LXX para revalorizar la Biblia hebrea como única inspirada. Es lo que se ha dado en llamar la “hebraica veritas”. Según él los otros libros pueden usarse para edificar al pueblo, pero no para confirmar el dogma (PL 28,1243ª). Para complacer a algunos amigos se avino a traducir Tb y Jdt y los fragmentos deuterocanónicos de Est y Dn, pero se negó a traducir los otros libros que no estaban en el canon hebreo. Otros padres occidentales que mostraron reservas sobre los libros deuterocanónicos fueron S. Hilario de Poitiers y Rufino.

La actitud de Jerónimo escandalizó a Agustín que se convirtió en el campeón del canon largo y fue causa activa de que el concilio de Cartago (397) admitiera los deuterocanónicos. La carta de Inocencio I (405) igualmente contiene ya el canon actual del AT.
Los principales códigos del siglo IV contienen los libros deuterocanónicos en sus lugares respectivos, y no como mero apéndice. En el siglo VI queda restablecida la práctica unanimidad tanto en Oriente como en Occidente.

[1] PG 6, 641-646.

[2] cf. Eusebio, Hist. Ecl. IV, PG 20,396.


4. Hasta nuestros días

Durante toda la Edad Media hubo prácticamente unanimidad en la Iglesia en admitir el canon completo del AT, aunque no faltasen algunos autores que planteasen sus dudas. La polémica entre Agustín y Jerónimo no desparece totalmente. Este canon amplio fue confirmado por el Concilio Florentino (1441), aunque esta confirmación no tiene todavía carácter dogmático.

La Reforma protestante volvió a abrir la disputa, ya que los reformadores rechazaron los libros deuterocanónicos apodándolos apócrifos. Lutero los coloca en un apéndice en su traducción de la Biblia al alemán. Por la parte católica otros teólogos, como el famoso cardenal Cayetano tenían sus dudas también.

El Concilio de Trento definió el canon de las Escrituras incluyendo los 7 libros deuterocanónicos y los restantes fragmentos en 1546. Como secuela de los decretos de Trento se vio la necesidad en la Iglesia de tener una edición de la Vulgata que fuese normativa, y así surgió la edición sixto-clementina. Esta misma definición ha sido recogida posteriormente por el Vaticano I y el Vaticano II, que publica también una edición típica de la Vulgata.

No se deben contraponer excesivamente ambos cánones, el hebreo y el cristiano. “La Biblia hebrea y el AT de la Iglesia primitiva pueden considerarse dos círculos concéntricos, es decir, como dos colecciones que tienen el mismo núcleo, de los cuales uno incluye al otro y no se diferencia de él más que en el hecho de que el más amplio se ha desarrollado más en la misma línea en que el más corto había iniciado su desarrollo” (D. Barthélemy).


C) Historia del Canon del Nuevo Testamento

Dentro de los escritos del NT también podemos distinguir unos protocanónicos, de cuya normatividad nunca ha habido duda en la Iglesia, y otros deuterocanónicos, que se han abierto camino hacia el canon más trabajosamente. Los deuterocanónicos del NT son también 7: Hebreos, Santiago, Segunda de Pedro, Judas, 2 y 3 de Juan y Apocalipsis

Desde el principio los cristianos empezaron a venerar los escritos de los apóstoles y de sus colaboradores. Las cartas de éstos empiezan a copiarse y a leerse en diversas comunidades. Pablo manda a los Colosenses que lean la carta escrita a los de Laodicea (Col 4,16). Sabemos que los evangelios fueron escritos cada uno para una comunidad particular, que lo consideraba en principio “su” evangelio, desinteresándose por los otros. Simultáneamente existían otros evangelios apócrifos del siglo II (Tomás, Pedro, evangelio de los Hebreos), con lo cual se haría necesario un proceso de selección y aceptación generalizada.

En 1 Tm 5,8 se citan ya las palabras de Jesús como escritura sagrada, cosa que hace también el evangelio de Juan en el relato de la Pasión (Jn 18, 9.32). La Segunda de Pedro atribuye a los escritos de Pablo la misma autoridad de los escritos del AT, llamándolos “Escritura”. Esto nos hace ver cómo junto con la composición de nuevos libros empieza a desarrollarse ya una conciencia de normatividad, una conciencia de canon.

Los escritos de los Padres Apostólicos de los siglos I y II citan los evangelios y las cartas de San Pablo continuamente, aunque no queda claro si los citan como “Escritura”, fuera de algunos casos como la cita de Mt 7,6 en Didajé 9,5. Justino cita Mt 17,13 con la fórmula “Está escrito” (Dial 49,5). Y Mt 11,27 con la fórmula: “Está escrito en el evangelio”. Por supuesto no hay ningún autor eclesiástico que cite todos los 27 libros. En el caso de Filemón o de 2 y 3 Juan, se trata de escritos tan breves, que es normal que no sean nunca citados.

Cuando surgen escritos apócrifos hay la necesidad de fijar una lista de escritos inspirados que excluyan a los libros heréticos que se presentan falsamente como escritos por los apóstoles.

La segunda mitad del siglo II es decisiva en la conciencia de la necesidad de fijar un canon. La tradición oral empieza a ser sospechosa e incontrolable con lo cual se hace necesario tener un cuerpo doctrinal y normativo. El canon más antiguo que poseemos es posiblemente de finales del siglo II. Se trata del canon de Muratori, donde se contiene la lista actual de libros del NT, aunque no se nombra a Hebreos, Santiago ni Segunda Pedro. (Esta lista fue encontrada en 1740 por Antonio Muratori en la biblioteca ambrosiana de Milán. Muchos piensan que fue redactada en Roma. Contiene unas 85 líneas, y es una traducción latina de un original griego. Actualmente se ha puesto en duda la fechación tradicional del canon de Muratori y hay quienes afirman que pertenece al siglo IV (A.C. Sundberg, “Canon Muratori: A Fourth Century List”, HTR 66 (1973)1-40. No todos han estado de acuerdo con esta tesis de Sundberg . Cf. B.M. Metzger, The Canon of the New Testament: Its Origins, Development and Significance, Oxford 1987, p. 193).

En el siglo III es cuando más dudas hay respecto a estos escritos. Parte de estas dudas están motivadas por el temor de aceptar textos que de una u otra manera pudiesen favorecer a algunas de las herejías en boga en aquella época. En Occidente se duda sobre todo de Sant, 2 Pe y Hebreos, debido al hecho de que Tertuliano y los montanistas habían utilizado la carta para negarse a perdonar el pecado de apostasía (Hb 6,4-6.10,26; 2 P 2,20-22). En Oriente se duda de Sant, 2 Pe, 2-3 Jn y Jds. En Occidente se logrará la unanimidad a finales del siglo IV y en Oriente durante el siglo VI.

Hasta nuestros días la Iglesia nestoriana es la única que no reconoce todos los libros deuterocanónicos del NT. Por el contrario la Iglesia de Etiopía tiene un canon más largo que comprende 33 libros.

Con respecto a las decisiones oficiales, el canon del NT está recogido en los mismos decretos conciliares que ya citamos al hablar del canon del AT. El concilio de Laodicea hacia 360 da una lista de 26 libros (sólo falta el Apocalipsis). Los concilios africanos reconocen ya los 27 libros.

Aunque los reformadores dudaron al principio sobre los libros deuterocanónicos del NT, luego acabaron aceptándolos todos. Por eso actualmente en el NT no hay diferen­cia en las Biblias católicas y en las protestantes. Todas contienen los mismos 27 libros. Sin embargo algunos teólogos protestantes no consideran igual la normatividad de todos los libros, y pretenden establecer un canon dentro del canon, para dar la prioridad a unos textos sobre otros. La carta a los Romanos sería para muchos la norma interpretativa absoluta para el resto de los textos. De ese modo relativizan aquellos escritos canónicos que, según ellos, adolecen ya de “protocatolicismo”, como pueden ser las cartas pastorales o el evangelio de san Lucas. Pero en el fondo esta actitud selectiva es ya en sí misma una opción que difícilmente puede apoyarse en la “sola Scriptura”. ¿En virtud de qué texto bíblico se puede argumentar que la carta de san Pablo a los Romanos es preferible al evangelio de san Lucas que contiene las palabras de Jesús mismo?

 

D) Criterios de canonicidad

¿Cómo saber cuáles son los libros inspirados y cómo distinguirlos de los que no lo son? Se han sugerido diversos tipos de criterios:

1. Externos:

El principal sería su apostolicidad, es decir, su adscripción a los apóstoles y sus discípulos, la temprana universalidad de su lectura en toda la Iglesia, su uso en la liturgia, la ortodoxia o armonía del libro con el resto de los escritos sagrados y el conjunto de la fe revelada. Lutero ponía como criterio la intensidad con que se predica a Cristo mediador y la justificación por la fe. Ninguno de estos criterios puede tener un carácter absoluto, ya que ni todos los libros del canon son más antiguos que otros escritos no canónicos, ni todos son adscribibles a un apóstol, ni todos han sido recibidos unánimemente desde el principio. Por eso hay que acudir también a criterios internos.

3. Internos:

Son las cualidades internas de la propia Escritura que testimonian su origen divino. Son los criterios preferidos por los protestantes que no pueden acudir a la tradición de la Iglesia o a ningún tipo de autoridad. Calvino hablaba del “testimonio secreto” del Espíritu, o los efectos religiosos del libro: gozo espiritual, conmoción profunda… Es obvio que estos criterios tampoco son suficientes por sí mismos, porque son muy subjetivos. Ni todos los textos inspirados causan siempre conmoción profunda, ni sólo los textos inspirados la causan. En cualquier caso, este testimonio interior que el Espíritu Santo da sobre el carácter inspirado de un libro es válido en cuanto testimonio dado al conjunto de la Iglesia, y no a cada fiel en particular.

Muchos protestantes piensan que aceptar la autoridad de la Iglesia para definir la Escritura podría llevar a pensar que la Escritura está sometida a la Iglesia, y no viceversa. Es cierto que la Iglesia no está por encima de la Escritura (DV 11). Por eso la Iglesia no canoniza la Escritura, sino que es la Escritura la que se le impone a la Iglesia, constituyéndose como canon y norma de ella.

El criterio de canonicidad, según Barth, sería este autotestimonio o autopistía, mediante el cual la Escritura se le impone a la Iglesia. Pero para Barth este autotestimonio es dado a cada creyente sin necesidad de someterse a la autoridad exterior de la Iglesia. La Iglesia no tendría autoridad para autorizar la Escritura, aunque sí puede ayudar al creyente extrínsecamente, guiándole hacia aquellos libros en los cuales el creyente encontrará por sí mismo la autopistía.

Lods habla de una intuición religiosa concedida a la Iglesia del siglo II para discernir qué escritos eran portadores de inspiración y normatividad como expresión de la fe apostólica. Cullmann acepta la autopistía como criterio por el que la Escritura se reveló como tal a la Iglesia postapostólica del siglo II. Fue entonces cuando ella, obedeciendo a la autopistía de la Escritura, tomó una decisión de carácter normativo y obligatorio para la Iglesia de todos los tiempos.

En cambio los católicos no tienen dificultad en aceptar que el criterio último para acoger la lista de los libros inspirados es el testimonio de la tradición. El concilio Vaticano II lo afirma bien explícitamente cuando dice: “Es la misma Tradición la que da a conocer a la Iglesia todo el Canon de los Libros Sagrados” (DV 8). Pero no reseña cuáles fueron los argumentos o criterios que proporcionó la Tradición a la Iglesia para tener la certeza sobre el Canon.

La obra católica más elaborada que trata de sistematizar estos criterios es la de K. H. Ohlig. Distintos teólogos católicos tratan de articular el modo como la Iglesia toma conciencia de esta tradición, ya que no está explicitada en ningún documento de la época apostólica, ni existe unanimidad en las primeras etapas de la tradición.

Grelot habla de la presencia en la Iglesia de carismas funcionales del Espíritu que le posibilitan reconocer en el seno de su tradición aquellos escritos que le ponen en contacto con la tradición apostólica, y conservar dichos escritos. Más que de una nueva revelación, el discernimiento del canon lo hace la Iglesia reconociendo como normativos una serie de libros heredados de la generación apostólica.

Según Rahner hay que distinguir entre la revelación del carácter inspirado de determinados libros y su reconocimiento reflejo y explícito. No se puede probar que los apóstoles transmitieran una revelación expresa sobre cuáles eran los libros inspirados, y resulta inverosímil que se diera dicha proclamación. Pero la revelación, como toda revelación, tuvo que haberse hecho en tiempos de la Iglesia apostólica, cuando todavía estaba abierta.

Ahora bien, supuesto que esta revelación no se hizo expresamente, podemos pensar que se comunicó “simplemente a través de hecho de que el escrito en cuestión fue producido como un ingrediente genuino de la realización de la Iglesia Apostólica en cuanto tal. “Este hecho inmediatamente presente pudo venir a ser comprendido reflejamente y recibir expresión en los tiempos postapostólicos sin necesidad de una nueva revelación”. “La Iglesia, llena del Espíritu Santo, reconoce por connaturalidad que un escrito está conforme con su naturaleza”. El reconocimiento reflejo y formulado necesita tiempo y tiene una historia y una evolución, lo cual daría razón de la historia del canon con sus vacilaciones y vicisitudes.


E) El canon como contexto global de los escritos bíblicos

 Como ya indicaremos más adelante, un criterio fundamental para interpretar cualquier texto de la Escritura es el contexto global del canon completo. Habrá que rechazar cualquier interpretación de un texto individual que no haga justicia o que no sea armonizable con otros textos que han sido también acogidos por la Iglesia dentro del mismo canon. Es importante no solo el conjunto de libros incluidos, sino también su posición dentro de los libros sagrados. Una vez que aceptamos que Dios se ha ido revelando progresivamente a lo largo de la historia, habrá siempre que dar un plus de autoridad a los escritos del final con relación a los escritos del principio, al Nuevo sobre el Antiguo Testamento.

Al encontrar textos diversos y en ocasiones difícilmente concordables, habrá que explicar en la exégesis el proceso seguido mediante el cual de una primera afirmación se ha ido avanzando hacia otra cada vez más precisa. De ese modo los textos de la Biblia en Job o en los Salmos donde parece negarse la existencia de la vida después de la muerte habrá que interpretarlos a la luz de otros textos del Nuevo Testamento, mostrando como Dios ha ido revelando progresivamente esa plenitud de vida a la que somos destinados desde el principio. Cada texto tiene su lugar en este proceso, pero obviamente hay que atender a la importancia relativa de estos textos dentro del proceso global. La Iglesia ha mantenido a Job en su canon solo a condición que sus afirmaciones sean interpretadas no como verdades finales, sino como pasos en el camino de la revelación.

TEOLOGÍA BIBLICA V



V: PALABRA VERDADERA Y DINÁMICA

 A) Cambio de planteamiento

El tema de las consecuencias de la inspiración es uno de los que ha experimentado un cambio más radical en su planteamiento a partir del Vaticano II.

Mientras los manuales anteriores se centraban en el tema de la inerrancia, actual­mente se ha ampliado el campo de interés al estudiar como consecuencias de la inspiración no sólo las que pertenecen al campo del conocimiento, sino también al de las otras facultades humanas.

Al mismo tiempo se ha cambiado de enfoque, pasando de una actitud apologética, defensiva, más empeñada en mostrar que la Biblia no se equivocaba nunca, a una actitud más serena, que busca ante todo comprender el sentido profundo de la Escritura.

Por eso ya no se hablan tanto de la inerrancia (concepto puramente negativo = ausencia de error lógico), sino de la verdad de la Escritura, que es un concepto positivo y abarca todos los distintos aspectos de la verdad: ontológica, lógica, literaria.

Hablar de la Verdad de la Escritura es mucho más que hablar de su Inerrancia. De la misma manera que hablar de la Santidad de Jesús es mucho más que hablar de su Impecabilidad.

Por otra parte también la DV centra su atención en la verdad de la Escritura en cuanto dice relación a la salvación del hombre, concretando así el objeto formal bajo el cual puede considerarse toda verdad contenida en la Escritura.

Pero la presencia del Espíritu en la Escritura no está encaminada únicamente a presentarnos verdades doctrinales inerrantes, sino fundamentalmente a tocar el corazón del hombre con fuerza, interpelarle, denunciar sus tinieblas, invitarle a entrar en una nueva relación con Dios.

Una de las características del lenguaje humano es la fuerza. Hay palabras que dan vida y palabras que matan. El texto más importante que nos habla de la inspiración bíblica es el de 2 Timoteo. Nos abre al poder de esta palabra: “Toda Escritura está divinamente inspirada y es útil para enseñar, para interpelar, para corregir, para educar en la justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y consumado en toda obra buena” (2 Tm 3,16-17).

Quizás el texto bíblico que expone con mayor apasionamiento esta fuerza que reside en la palabra inspirada es el Salmo 119. “Las maravillas de tu Ley” (v.18); las delicias del fiel (v. 24); “dulce al paladar más que la miel a mi boca” (v. 103); “mi herencia para siempre, la alegría de mi corazón” (v. 111); “antorcha para mis pies, luz en mi sendero” (v. 105); “mi refugio y mi escudo” (v. 114); “un bien para mí más que miles de monedas de oro y plata” (v. 72); “cantares para mí en mi mansión de extranjero” (v. 54). ¡Qué lejos estamos del lenguaje racionalista de tantos tratados de “Introducción a la Escritura”!

El concepto de inspiración abarca todas las facultades del hombre, y básicamente equivale a su “animación”. Decir que la Escritura es inspirada equivale a decir que es capaz de inspirar en virtud del Espíritu que reside en sus palabras. Por supuesto que uno de los efectos de la Palabra es ser luz en el sendero, lámpara para los pasos, denuncia de nuestras tinieblas. “El que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8,12). Esta luz de la vida es de lo que hablamos al referirnos a la “verdad” de la Escritura, pero sin nunca olvidar su fuerza.

 B) Distintas acepciones de la palabra “Verdad”

En primer lugar tenemos el concepto clásico de verdad lógica como correspondencia entre el entendimiento y la realidad: “adaequatio intellectus et rei”, la adecuación de lo que se afirma en el juicio sobre algo con la realidad en sí misma. Es el tipo de verdad que nos interesa, por ejemplo, en el veredicto de un jurado sobre la inocencia o culpabilidad de una persona, o en la solución de un problema matemático.

Se puede entender también la verdad en relación con la palabra Emet o fidelidad de Dios (Oswald Lorentz). La Biblia no intentaría tanto reflejar la verdad de las afirmaciones, cuando dar testimonio de la fidelidad de Dios. Efectivamente el contexto de las afirmaciones bíblicas es el testimonio de la donación personal, salvífica y fiel de Dios. Pero en cualquier caso si las afirmaciones de la Biblia sobre esa fidelidad y su manera de mostrarse en la historia bíblica fueran falsas, ya no cabría hablar de la fidelidad de Dios, sino de falsas ilusiones humanas.

Otro enfoque diverso entiende la verdad como coherencia. Aquí el interés principal es descubrir que no hay contradicción interna en lo que se afirma en el conjunto de un texto. Este enfoque tiene que ver con el enfoque anterior de la fidelidad. Se trata de reflejar la coherencia de Dios consigo mismo en su palabra revelada y en nuestra propia historia.

Otro enfoque es el recurso a la experiencia. No interesa tanto la verdad lógica de las afirmaciones en sí mismas, cuanto la verdad de la experiencia que está detrás de estas afirmaciones. Pongamos un ejemplo. Las afirmaciones conceptuales acerca de la presencia real de Jesús en la Eucaristía pueden ser diversas en católicos y luteranos, pero la propia experiencia de la presencia real puede ser la misma en unos y otros. Puede que un luterano, con una teología pobre y deficiente de la presencia real, tenga más devoción al comulgar y se somunique más íntimamente con Jesús que un católico que mantiene una teología conceptualmente más correcta, pero comulga distraído y ni siquiera dialoga con Jesús tras la comunión. Lo importante es la verdad de la experiencia, más bien que la verdad de la objetivación conceptual que se haga de ella.

Otros centran la verdad en la eficacia que las palabras tienen para conseguir el fruto deseado. Austin expuso la teoría del acto lingüístico como lenguaje performativo. El lenguaje tiene también una función pragmática, en cuanto que además de transmitir una cierta información, pretende evocar en el lector una serie de disposiciones religiosas o actitudes existenciales. Desde esta dimensión performativa, la verdad de un texto equivale a su aptitud y eficacia en orden a evocar esas disposiciones. Esto puede llevar a un un cierto relativismo sobre las afirmaciones en sí mismas. Su validez dependería del efecto que causasen en los oyentes, de la manera como les fuera a afectar. Una afirmación que para una cierta persona fuera verdadera, porque le ocasionaría el efecto deseado, podría no ser verdadera para otra persona a quien esa misma formulación le confunde, o le pone muy nervioso. A unos habría que formularles las cosas de una manera y a otros de otra. Pero hay un límite a este relativismo en las formulaciones. Los actos lingüísticos siempre suponen la validez de los contenidos.

La verdad como aletheia: Prospero Grech parte de la concepción heideggeriana de la verdad como aletheia, desvelamiento, el hecho de revelarse y manifestarse el ser. Se da la verdad cuando la experiencia testimoniada es auténtica y la forma de expresión es adecuada, porque consigue conectar al lector con una experiencia propia que él mismo puede verificar. 

Otros, como Avery Dulles, insisten en que todo lenguaje sobre Dios es simbólico, y trata de llevar al creyente al conocimiento del misterio de Dios mediante una comunicación simbólica, en un lenguaje de símbolos y de imágenes inspiradas que influyen en la persona implicándola y conduciéndola a ámbitos inaccesibles al pensamiento conceptual. Luego hay que traducir los símbolos a un lenguaje conceptual de afirmaciones aclaratorias, pero estas afirmaciones nunca agotarán la riqueza de la comunicación simbólica. La verdad en toda su riqueza habría que buscarla más en los símbolos que en las proposiciones secundarias que intentan traducir estos símbolos a un lenguaje nocional.

 C) La cuestión bíblica

La problemática que despierta la verdad de la Escritura puede ser muy diversa. Unas veces hablaremos sobre el problema de la historicidad de los textos, otras del valor del lenguaje relativo a la realidad trascendente de Dios, otras de cómo unos textos pertenecientes a una situación concreta pueden tener validez universal, otras de la adecuación de determinadas afirmaciones bíblicas que resultan problemáticas desde un punto de vista científico, otras sobre concordismo entre diversos textos bíblicos que parecen ser contradictorios, otras sobre determinadas prácticas que son alabadas en la Biblia y que hoy bos resultan profundamente inmorales.

Por una parte los mismos textos bíblicos dan constancia de que la Escritura no puede engañarnos. “La Escritura no puede ser anulada” (Jn 10,35). “La Escritura no puede dejar de cumplirse” (Lc 22,44).

Con todo, ya los mismos rabinos eran conscientes de que en el AT había discor­dancias que no podían ser armonizadas, pero se resistían a admitir que hubiese contradicciones. Al regreso de Elías se explicarán las aparentes discordancias entre Ezequiel y la Torah, por ejemplo (b.Menahot 45a).     

1. Los Santos Padres

Ya antiguamente los Santos Padres tuvieron que plantearse este problema de la inerrancia para solventar las contradicciones que se daban en el interior de la misma Biblia, entre diversos enunciados que aparecen en los dis­tintos libros (pién­sese por ejemplo en el problema sinóptico de los evangelios). En muchos casos intentan resolver las contradicciones de un modo ingenioso a la vez que ingenuo. Pero en cualquier caso están convencidos que no se puede nunca admitir que las afirmaciones bíblicas sean erróneas.

Dice San Justino: “Jamás me atreveré a pensar o decir que las Escrituras presenten contradicciones entre sí; y si alguna Escritura me pareciera tal, más bien confesaré que no entiendo su significado y tratare de persuadir a todos aquellos que sospechan que en la Escritura existen contradicciones, que acepten mi manera de pensar” (PG 6,625).

S. Ireneo: “Si no podemos encontrar la solución a todas las dificultades que aparecen en la Biblia, sería sin embargo una gran impiedad querer buscar un Dios diverso del que es. Debemos confesar a Dios que nos ha hecho, reconociendo que las Escrituras son perfectas, porque han sido pronunciadas por la palabra de Dios y por su Espíritu Santo” (PG 7, 804-805).

Orígenes: Justifica su interpretación alegórica de la Biblia precisamente para eliminar las contradicciones que aparecen en su sentido literal, y reta a los que se oponen a la interpretación alegórica que intenten explicar de otro modo las dificultades de los evangelios sinópticos (PG 14,3009)..

S. Agustín: “Si en estos escritos encuentro alguna cosa que parezca contraria a la verdad, sin la menor duda, no puedo pensar sino que el códice que leo es defectuoso, o que el traductor no ha sido capaz de traducir el pensamiento fielmente, o que yo no lo he entendido bien” (PL 42,525).

2. Época moderna

La cuestión surge con todo rigor con el auge de las ciencias que vienen a contra­decir los modelos del cosmos contenidos en la Biblia, y con el desarrollo de la historia que no siempre viene a dar la razón a los datos históricos de la Escritura.

El caso Galileo fue el más famoso, y el que nos introduce a estos conflictos propios de la modernidad. La primera reacción de la Iglesia fue ponerse a la defensiva al sentirse atacada, pero aceptando el terreno de lucha que le proponían sus mismos adversarios.

Sólo posteriormente la Iglesia cambiará el mismo planteamiento del pro­blema, abandonando la defensa de algunas murallas, que en realidad no estaban defendiendo nada de importancia vital para la misma Iglesia.

Veamos primero ejemplos de algunas posibles contradicciones entre afirmaciones bíblicas y resultados de la ciencia y de la historia, o con la sensibilidad moral de nuestros días:

a) El modelo cosmológico del universo y el proceso de la creación en seis días.

b) El sol moviéndose en torno a la tierra que motivó el conflicto de Galileo.

c) La creación del hombre del barro y las doctrinas evolucionistas de Darwin.

d) La liebre ¿un rumiante? (Lv 11,6)

e) Darío el medo, sucesor de Baltasar rey de los caldeos (Dn 6,1).

f) Según la Biblia Jericó fue destruido en la conquista de Josué (finales del XIII), pero al arqueología nos dice que Jericó no era ya antes sino un montón de ruinas, desde que fue destruido anteriormente a finales del Bronce medio.

g) Las etimologías de algunas palabras (cf. Gn 17,17; 18,12-15;; 21,6...). En estos textos se nos dice que un cierto nombre deriva de una palabra hebrea, pero los filólogos de hoy lo niegan. Por ejemplo, dice Gn 1, que mujer  ²iÆsûsûaµh אִשָּׁה  viene de varón  ²iÆsû   אִישׁ . Pero los filólogos dicen que viene de eûnoµsû אֱנוֹשׁ –²-. Cabría decir que la explicación etimológica que da la Biblia está equivocada desde el punto de vista filológico.

h) Hay tres versio­nes diversas de cómo un personaje bíblico presenta a su mujer como si fuera hermana y el rey del país engañado por esta treta, la toma por esoposa y luego es severamente castigado por Dios: Abrahán y Sara en Egipto, Abrahán y Sara en Guerar, Isaac y Rebeca en Guerar (Gn 20,1-20; 17,5.15; 26,6-11).

i) Los libros pseudoepigráficos, como el libro de Daniel, atribuyen su autoría a un personaje del pasado que vivió cientos de años antes de la redacción del libro del que es su supuesto autor.

j) Hay algunas dificultades morales suscitadas por el AT: faltas de sinceridad, ejemplos de crueldad como el herem, o anatema lanzado contra los pueblos cananeos y obliga a los israelitas a que exterminen mujeres y niños (Jos 6,17.21.24.26).

k) La ley del talión o los salmos imprecatorios (Sal 109) respiran un clima de venganza que resulta incómodo desde la perspectiva del sermón de la montaña.

l) Moral sexual deficiente. La Biblia parece aprobar la poligamia y el divorcio. El mismo Jesús se distanció de la permisividad de Moisés con respecto al divorcio. (cf. Mt 19,8).

m) Frecuentemente es muy difícil concordar los relatos evangélicos. Es imposible armonizar  determinados datos que da un evangelio sobre la vida de Jesús  con los datos aportados por otro evangelio. Por ejemplo, Juan trae la expulsión de los mercaderes al principio del ministerio de Jesús, y los sinópticos al final. Jesús muere en Juan la víspera de la Pascua, pero en los sinópticos muere el mismo día de la fiesta. El concordismo intenta resolver la contradicción con habilidad, pero deja la impresión de que se trata de acrobacias hechas con un ingenio que podría mejor dedicarse a otras tareas más útiles.

Estas y otras muchas dificultades han constituido lo que se ha dado en llamar “la cuestión bíblica” que se agudiza sobre todo en el siglo XIX con el darwinismo, y posteriormente con los descubrimientos arqueológicos que ponen en cuestión algunos relatos bíblicos.

A medida que las dificultades contra un concepto global y absoluto de la inerrancia se van robusteciendo, empiezan los intentos de matización en el alcance de la inerrancia bíblica. En 1893 D’Hulst, rector del Instituto católico de París afirma que la inerrancia bíblica se extiende sola y exclusivamente a cuestiones de fe y costumbres, lo mismo que el magisterio de la Iglesia, porque “es poco probable que Dios haya hecho a la Biblia infalible en algunos puntos y en algunos temas en los cuales la Iglesia no lo haya sido ni pretenda serlo”.

La encíclica Providentissimus Deus refutó la teoría de D’Hulst el mismo año en que él la expuso. “La inspiración divina es incompatible con cualquier error. Por su misma esencia no sólo excluye todo error, sino que lo excluye con la misma necesidad con la que Dios, suma Verdad, no puede ser el autor de ningún error”. D’Hulst fue obligado a retractarse.


D) El texto del Vaticano II

 Como quiera que todo lo que los autores inspirados o hagiógrafos afirman, debe tenerse como afirmado por el Espíritu Santo, hay que confesar que los libros de la Escritura enseñan firmemente, con fidelidad y sin error, la verdad que Dios quiso que se consignara en las Sagradas Letras por causa de nuestra salvación” (DV 11; cf. TPV. pp. 113-118).

En el borrador original se decía: “Ya que la inspiración divina se ex­tiende a todas las cosas, es una consecuencia directa y necesaria que toda la Sagrada Escritu­ra está completamente libre de error. La antigua y constante fe de la Iglesia nos enseña que es totalmente ilícito admitir que el escritor sagrado se haya equivocado, ya que la inspiración divina, por su propia naturaleza excluye los errores en cualquier materia, religiosa o profana, con la misma necesidad con que Dios, Verdad suprema, no puede ser fuente de ningún error”.  Esto es parte del borrador “De Fontibus revelationis”, rechazado por los Padres el 20 de noviembre de 1962, en la primera sesión conciliar. El texto pasó a una nueva comisión mixta, encabezada por los cardenales Ottaviani y Bea que lo reformó radicalmente.

De este segundo borrador se pasó a otro borrador muy parecido al definitivo: “Hay que confesar que los libros de la Escritura enseñan firmemente, con fidelidad y sin error, la verdad de la salvación” –veritas salutaris.

Algunos Padres del concilio prefirieron evitar esta fórmula, por parecerles que restringía excesivamente la verdad de la Escritura a las verdades de fe y costumbres, cosa que ya había condenado León XIII en la Providentissimus Deus contra D’Hulst.

Un “Comité episcopal internacional” redactó un folleto atacando la fórmula y lo difundió por muchos países. Consiguió por fin este lobby, mediante una intervención de Pablo VI, que se cambiara el texto “verdad de salvación” (veritas salutaris), por el texto actual: Debemos profesar que los libros de la Sagrada Escritura enseñan firme, fielmente y sin error, la verdad, que Dios quiso que fuese consignada en las sagradas letras para nuestra salvación. “Scripturae libri veritatem, quam Deus nostrae salutis causa Litteris Sacris consignari voluit, firmiter, fideliter et sine errore docere profitendi sunt”: La expresión “por causa de nuestra salvación” no califica directamente a “veritas”, sino al verbo pasivo “consignari”. Dios quiso que esa verdad fuese consignada para nuestra salvación. El texto nos habla, por tanto, de las intenciones que tuvo Dios al revelarse y al inspirar a los hagiógrafos.

En realidad no se da en el texto una restricción de la verdad bíblica a las verdades religiosas o morales. La verdad de la Biblia se extiende a todas las verdades, sean de la naturaleza que sean, en la medida en que estén íntimamente relacionadas con el mensaje salvífico. Pongamos un ejemplo: la muerte de Jesús es en sí misma un hecho de la historia, no es una verdad “religiosa”. Sin embargo, dada la íntima relación de este hecho con el mensaje salvífico hay que reconocer que el testimonio bíblico sobre la muerte de Jesús está afectado por la inerrancia bíblica.

 E) Pautas para comprender el sentido de la verdad bíblica

1. Carácter progresivo de la revelación

El AT y en menor medida el NT también choca con algunos de los valores de nuestra mentalidad actual. Pensemos en la aceptación sin más de la esclavitud, o de la guerra santa, o de la poligamia o de la sumisión de la mujer al varón. ¿Qué valor pueden tener para nosotros hoy? Cuando se leen en la liturgia provocan un sentimiento de incomodidad entre los lectores.

Una explicación de cómo esos textos pueden estar incluidos en la Palabra de Dios es comprender el progreso humano que ha tenido lugar a lo largo de la historia. En el Antiguo Testamento se observa claramente este progreso de los valores, y es una pedagogía divina  hacia la revelación que se da en Cristo.

Los santos Padres hablan de la condescendencia divina que se ha adaptado a las entendederas o el “subiecto” da cada generación. Este concepto de condescendencia se inspira en un texto evangélico. Hablando sobre el divorcio, Jesús declaró que “por la dureza de vuestro corazón” os permitió Moisés el divorcio (Mt 10,5). Hay que adecuar las exigencias legales a la capacidad de respuesta de una sociedad en un determinado momento. Exigir demasiado no es la forma de conseguir más sino muchas veces de conseguir menos.

La verdad sólo se da en el contexto global de toda la Escritura a la luz del misterio de Cristo. La Escritura es la consignación de un proceso de búsqueda que sólo puede ser comprendido desde el punto de llegada, desde Cristo. La ley del talión en su momento fue una manera de aliviar costumbres aún más bárbaras, aunque desde la óptica del evangelio nos parezca bastante bár­bara. Pero ya quisiéramos que todo el mundo hoy día se conformara al menos con la ley de talión, cuando vemos por todas partes un deseo de devolver diez veces más el daño sufrido. Tratar de moderar las represalias es un paso positivo en el camino de fomentar la convivencia, aunque no sea la última palabra.

Por eso se impone una lectura jerarquizada de los textos contrapuestos de la Escritura, poniendo a Cristo como coronación y clave de lectura de todo el proceso. Esta lectura jerarquizada contribuirá a resolver algunos de los problemas suscitados por textos que revelan una moralidad deficiente.

 2. El principio de totalidad

Una frase sólo es valedera en el contexto de un párrafo; el párrafo en el capítulo, el capítulo en el libro. Pues bien, cualquier frase de la Escritura sólo está revestida del carisma de la inerrancia en la medida en que se lee desde el contexto global de toda la Escritura, es decir, desde el canon. Esto nos obliga a utilizan como criterios interpretativos de la verdad divina de una afirmación las otras afirmaciones que se hacen al res­pecto en otros lugares de la Biblia. El criterio canónico que Childs contribuyó a valorar supone una auténtica revolución en la hermenéutica.[1]

Para N. Lohfinnk (Stimmen der Zeit 1964), el sentido de un texto varía al combinarse con otros en la unidad de un libro. Por tanto el sentido que un texto pudo haber tenido en la carta a los Romanos queda afectado por el hecho de que dicha carta se junte con la carta de Santiago y formen ambos parte de un mismo libro. La inspiración se les atribuye a Pablo o a Santiago con vistas a la configuración final del canon bíblico. Los libros bíblicos no están aislados, sino que su sentido varía al ser incluidos dentro del canon, y varía cada vez que un nuevo libro se añade al canon al que pertenecía. El sentido inspirado de un texto es su sentido canónico.

Sólo la Biblia como un todo puede reclamar la verdad. Las afirmaciones aisladas sólo pueden reclamarla en la medida en que su interpretación sea coherente con la totalidad de los escritos del canon. Por tanto la exégesis de un texto no podrá ignorar la de los demás. Para Lohfink no se trata de lograr una exégesis armonizante o concordística de toda la Escritura sino de considerar el canon como unidad de una multiplicidad no exenta de tensiones.

Como veremos, R. Brown va más lejos y piensa que el sentido bíblico de un texto no se agota ni siquiera en el conjunto del canon, sino que esta colección normativa supone una comunidad que sigue adelante en su empeño de modelarse a sí misma conforme a esa norma. Por eso el modo como la Iglesia ha comprendido el texto en su vida, su liturgia y su teología es constitutivo de sentido bíblico, porque en es en este contexto como la Biblia es un libro para los creyentes. No se trata simplemente de aplicaciones, de acomodaciones o de eisegesis, sino de lo que el libro significa en cuanto contrapuesto a lo que significó cuando fue escrito (sentido literal) o cuando pasó a formar parte de la colección canónica (sentido canónico).[2]

 3. La verdad es la verdad relacionada con la salvación

La finalidad de Dios al revelarse es ante todo manifestar su plan de salvación, su buena disposición hacia los hombres. Sólo en cuanto las afirmaciones bíblicas tienen relación con este plan de salvación, entran dentro de la intencionalidad de Dios.

Como dijimos anteriormente al estudiar la Dei Verbum en este punto concreto, lal espedificar que la verdad de la Biblia es aquella “que Dios quiso que se consignara en las Sagradas Letras por causa de nuestra salvación”, quedan resueltas muchas de las con­tradicciones entre la Biblia y otras ciencias, pues en la mayoría de los casos se trata de temas en los cuales no hay dificultad ninguna en reconocer que los autores bíblicos se han podido equivocar. Dios no se ha revelado a sí mismo para ilustrarnos sobre temas de ciencia o de historia. Para ello nos ha dado una inteligencia. La Biblia no es una enciclopedia sobre todos los saberes avalada por la autoridad divina.

 4. Los géneros literarios

Para conocer lo que Dios quiere decir y dice en la Sagrada Escritura es necesario conocer tanto los condicionamientos e in­tención de sus autores humanos, como los de su lenguaje, que no siempre dependen de la intención de los mismos autores. El estudio de los géneros literarios de una determinada época nos ayudará a matizar el alcance de determinadas afirmaciones. El sentido literal de un texto no coincide con el sentido literalista. Sería un error interpretar como histórico un texto que pertenece al género literario de “parábola” o de “cuento”.

 5. La disociación psicológica

Cuando la fuerza de la atención se centra en un enfoque determinado, el resto de los elementos que puedan aparecer simultáneamente en el campo de la conciencia, no están todos afectados por el mismo juicio, ni por el mismo intento de adhesión. Llamamos a este fenómeno disociación psicológica entre las diversas afirmaciones que están adheridas unas a otras como las cerezas. Toda afirmación está unida con todo un sistema de pensamiento y se sustenta  en ese sistema. Sin embargo es posible analizar cada afirmación por separado, en virtud de su valor propio. La verdad de una no queda afectada por la falsedad de otras que están adheridas a ella.

Por ejemplo Pablo podía estar personalmente convencido de que la parusía era inminente, y que él estaría vivo todavía para la segunda venida de Cristo. Esa convicción se deja traslucir en sus escritos, pero nunca es objeto de una afirmación formal (1 Ts 4.15-17). Lo que Pablo afirma in recto es que la suerte de los que mueran antes de la parusía no será inferior a la de los que alcancen a vivirla. El autor solo se compromete con lo que afirma in recto, y no con las asunciones, valores o presuposiciones que es posible entrever a través de la ventana del texto.

 6. Los grados de afirmación

El autor divino sólo se compromete con un juicio en la misma medida en que se compromete el autor humano. Si éste meramente expresa una opinión o una probabili­dad, lo que se afirma “in recto”, no es la verdad de esa afirmación sino su probabilidad, y esta sigue siendo verdadera aun cuan­do el hecho sea falso.

Si el pronóstico del tiempo dice que es muy probable que llueva mañana, no se puede decir que se haya equivocado por el simple hecho de que mañana no llueva. Lo que se afirma no es el hecho de la lluvia, sino su probabilidad. Dicho pronóstico solo está equivocado si se llega a demostrar que con los datos meteorológicos que se  manejaban, la lluvia no era probable.

Muchas veces el autor no se compromete con una determinada costumbre, sino que la da por supuesto. Por ejemplo la esclavitud o la situación de la mujer en la sociedad (cf. 1 Co 11,2-16; 1 Co 14,34-36; Si 32).

 7. Las citas explícitas o implícitas

Los autores sagrados utilizan sus fuentes sin rigor crítico. En su uso de cronologías, listas genealógicas, tomadas de archivos de la época, el autor sagrado no pretende garantizar su valor crítico, sino sólo afirmar que así se encontraban en sus fuentes, o que son útiles para su historia o verdaderos en cuanto a su sustancia. La materialidad de los hechos cuenta menos que su relación con el misterio de salvación, que es quien determina su significado.

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